La chef que reconstruye la memoria de la explosión en Cali del 7 de agosto de 1956
Cuando su padre agonizaba, la chef Patricia Escrucería Clavijo lo grabó contándole historias, entre ellas la de la explosión que destruyó a Cali en 1956. Ella convirtió esas memorias en un libro íntimo. Ahora realiza un documental para homenajear a las víctimas.
¿Cómo se retiene a un padre que está a punto de morir? ¿Cómo vencer la muerte y lograr que papá viva para siempre? La chef Patricia Escrucería Clavijo tomó una grabadora y comenzó a conversar con su papá, Jaime, en su lecho de muerte. Él, gran narrador, le empezó a contar diversos relatos, desde la historia de la familia cuando llegó a Tumaco —el primer Escrucería en Colombia fue un comerciante italiano— hasta lo que vivió en la explosión del 7 de agosto de 1956, cuando era un niño de 12 años que recorría el norte de Cali arrasado tras el estallido de siete camiones cargados con dinamita.
Después de que su padre muriera, Patricia reunió sus relatos en un libro al que llamó ‘Memorias de un halcón peregrino’, como homenaje al pájaro que visitaba a diario a Jaime en sus últimos días, y se lo regaló a su familia.
— Era una forma de retener a mi papá. Y lo retuve a través de sus historias y de su voz. Cuando lo leo o escucho las grabaciones, él vive. Los relatos vencen la muerte —dice Patricia en una cafetería en el sur de Cali. En la pantalla de su portátil se observan fotos de la explosión del 7 de agosto de 1956.
Desde que Jaime le contó lo que vivió aquel día, Patricia se propuso reconstruir la historia de la tragedia como una forma de recuperar la memoria de la ciudad. Le sorprende que, de una explosión de tales magnitudes, equivalente a un sismo de 4.3 en la escala de Richter, y en la que murieron miles de personas, apenas exista una cruz solitaria en el punto exacto de la explosión, la Calle 25 frente a las bodegas del Ferrocarril del Pacífico, como tributo a las víctimas.
— Siempre me ha indignado que un evento tan dramático para Cali es como si no significara nada. Y esa indignación se encontró con la historia que me relató mi papá. Por eso ahora me dedico a reconstruir lo que pasó ese 7 de agosto de 1956; para escribir un libro y hacer un documental, en un ejercicio de recuperación del pasado.
En 2026 se cumplirán 70 años del estallido.
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“Cali era un pueblo grande dedicado a los pesebres, donde se vivía con tranquilidad y sin problemas de ninguna índole”, relataba Jaime Escrucería, el papá de Patricia, un ingeniero industrial nacido en Tumaco en 1944, quien trabajó en diversas empresas hasta que montó una ferretería y se pensionó.
“Por esos días de la explosión existía mucha tendencia a hacer pesebres en los barrios y en diversas instituciones. Se hacían pesebres que toda la ciudad iba a conocer, pues sus figuras eran de tamaño humano y perfectamente elaboradas”, continuaba.
El 6 de agosto de 1956 llegaron a Cali 14 camiones provenientes de Buenaventura y cargados con dinamita para abrir túneles en una carretera. Siete de ellos los parquearon en la Calle 25, en el norte de la ciudad. Nadie en ese momento conocía su contenido, y las personas caminaban cerca sin preocupación alguna. Algunos, pese a ser agosto, se dirigían a conocer los pesebres que se comenzaban a levantar.
Fue a la 1:07 de la madrugada del día siguiente, mientras la ciudad dormía, cuando los camiones estallaron sin que hasta la fecha se conozca el motivo. Jaime, que vivía en el barrio Jorge Isaac, en la Carrera 6 con Calle 31, escuchó un estallido “tremendo”. Su tío Jorge no estaba en su pieza. Se había levantado en ese instante porque tenía un dolor de muela. Cuando los camiones explotaron, un trozo de adobe del techo se desprendió y partió su cama en dos. Hoy tiene 97 años.
“La explosión se sintió como una onda que se movió de adentro hacia afuera de la casa. Las ventanas fueron arrancadas y expulsadas al exterior. En las casas vecinas, las puertas y ventanas quedaron arrancadas; otras se cayeron. La gente quedó atrapada bajo las casas y uno trataba de ayudar a los vecinos”, contaba Jaime.
Tras unas horas, él y otros amigos salieron a recorrer la ciudad para averiguar qué era lo que había pasado. Primero se creyó que había explotado la planta eléctrica de la Carrera 7 con Calle 27, pero estaba intacta.
En el camino, Jaime vio a un hombre con un cuadro del Sagrado Corazón y luego escuchó que la explosión había ocurrido en la 26, por Aliños El Gaucho. Supuestamente, se había afectado la Licorera. Él y sus amigos fueron allí, pero el Ejército no los dejó pasar. Finalmente, hicieron una escalera humana para mirar.
Vieron un bus de Expreso Trejos donde cargaban muertos, sobre todo niños. En medio de los escombros, alguien encontró un dedo con un anillo. Jaime y sus amigos salieron corriendo horrorizados. Solo al final del día entendieron la magnitud del desastre: Cali debía ser reconstruida.
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En la galería Alameda, mientras pensaba en el relato de su padre, Patricia se dijo:
– Tengo que contar esta historia, pero no me puedo quedar solo con el testimonio de mi papá. Sin embargo yo no soy documentalista, no soy periodista ni escritora. Soy chef. Sé hacer chorizos. ¿Cómo desenredo la pita?
Entonces decidió recorrer puesto por puesto en la galería y preguntar a los mayores si habían vivido la explosión. Muchos no, pero sabían quiénes sí. Y le dieron nombres y direcciones. Patricia descubrió que hay personas que no solo quieren contar lo que vivieron, sino que necesitan ser escuchadas. Nadie más lo ha hecho.
— Me he dado cuenta de que a los viejos, en la sociedad de hoy, nadie los quiere oír. Y ellos, como yo, estamos con el tiempo en contra. Todos están muy mayores.
Entre los testigos está Reinaldo Borrero, 83 años, quien arregla tumbas en el Cementerio Central, donde enterraron a cientos de víctimas de la explosión en una fosa común. Reinaldo le dijo que aquello se sintió “como un temblor” y que desde su casa se veía “una nube de candela grandísima”.
María Shorly Parra, 86 años, vivía en el barrio El Piloto. Se cortó con un vidrio cuando presenció un milagro: un pedazo de Eternit cayó en la cuna de un bebé. El toldillo lo detuvo.
También hay historias de heroísmo de madres que no se han contado hasta hoy. Una mujer, recién operada de los ojos y con vendas sobre sus párpados, contó frente a la cámara de Patricia cómo sacó a sus hijas de la casa completamente a ciegas.
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Hay una canción. Un tango. Se llama Lamento Caleño. Lo compuso Lubin Nazario Escarra Molina, ‘Nano Molina’, y lo cantó el ecuatoriano Lucho Bowen como homenaje a las víctimas de la explosión. El gobierno del general Rojas Pinilla la censuró. Según él, el tango aumentó la tasa de suicidios. Nunca se probó.
“Al borde de tanto dolor y de espanto, sepultas quedaron gentes a montón; los deudos gemían, llorando, llamando, buscando entre ruinas al que se murió…”, dice la letra.
La policía decomisó los discos. Se prohibió en la radio. Bowen no podía cantarla en público. Patricia cree que ese tango debe volver: como banda sonora del documental que está haciendo, como homenaje a las víctimas, como conexión con su padre.
— Cuando yo me muera, y me cremen, quiero tener los dos libros en mi pecho: el de la explosión del 7 de agosto y el de relatos de mi papá. Y en el cielo, cuando me encuentre con él —porque yo creo en eso—, se los mostraré — dice.
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