martes, junio 12, 2012

50 años salvando bebés






En la sala Ana Frank se han salvado desde niños con peritonitis hasta víctimas de balas y rayos. ¿Se puede influir en el futuro de una nación desde un centro hospitalario?

Por Santiago Cruz Hoyos
Fotos Hroy Chávez
Reporteros de El País

El médico José Luis Castillo recuerda ahora a Rubén Darío Serna. El niño se tragó un pez vivo por accidente. Estaba en una quebrada de su tierra, el municipio El Doncello en el departamento del Caquetá. Entonces quiso pescar. Atrapó un pez. Quiso otro.

Para quedar con las manos libres, sostuvo el pez atrapado, un corroncho de ocho centímetros, entre sus dientes. El animal empezó a batallar, se movió con fuerza, se deslizó por su boca, pasó por la garganta, quedó incrustado en el esófago. Fue cuando a Rubén Darío, 13 años, lo trasladaron a este, el Hospital Universitario del Valle, en Cali.

Lo operaron. Retiraron lo que los médicos llaman “cuerpo extraño”. Repararon las perforaciones que causó el corroncho en el esófago. Después el niño pasó a la Sala Ana Frank, quinto piso del Hospital, donde se recuperó. La historia sucedió en noviembre de 2011 y aún se recuerda cuando Rubén Darío reía y les contaba a todos la aventura que terminó en todo un milagro de la ciencia.

El médico Castillo tiene su mirada concentrada sobre la pantalla de su celular. Ahí tiene grabados los nombres de los pacientes que ha tratado en esta Sala que acaba de cumplir 50 años de fundación y en donde se brinda atención hospitalaria a niños de escasos recursos provenientes del Valle y departamentos como Cauca, Nariño, Putumayo y Chocó.

La Sala, por cierto, cuenta con una  unidad de cuidados intensivos, una de las mejor equipadas del Suroccidente de Colombia. En parte por esa especie de herramienta vital contra la muerte  se ha convertido en uno de los centros de atención pediátrica más prestigiosos del país.

Cada nombre en la lista de contactos del médico Castillo es una historia. Ahora recuerda el caso de Darwin, un niño que se tomó, también por accidente, una soda cáustica pensando que era una gaseosa. La soda cáustica es de uso industrial. Se utiliza para fabricar papel, detergentes. A Darwin le quemó el esófago. En la Sala Ana Frank volvió a comer, volvió a vivir.

El cirujano pediatra Raúl Astudillo, quien ha trabajado aquí durante más de dos décadas, informa que cada año ingresan, en promedio, 4.000 niños. Unos 2.500 entran a la Sala de Hospitalización. Entre 1.000 y 1.500 a la Unidad de Cuidados Intensivos.

Hilda Patricia Ortiz, secretaria, en cuyo computador guarda las estadísticas, dice que entonces es imposible saber cuántos pacientes han pasado por la Sala en 50 años. Un cálculo indica que el dato es tal vez un número cercano a la cantidad de habitantes de una ciudad como Buga: 150.000 personas.

El cirujano Astudillo informa que entre las consultas más comunes están la apendicitis, la peritonitis, la obstrucción intestinal, el cáncer que, advierte, si se detecta a tiempo, los niños tienen posibilidades de superarlo. Precisamente, Astudillo asegura que una de las dificultades para atender estas enfermedades es que no se consulta a tiempo.

En todo caso, uno de los principales motivos por los que llegan los niños a la Sala Ana Frank son los accidentes. El cirujano pediatra hace esta cuenta: de 100 niños accidentados, en el 50% de los casos los hechos ocurrieron en el hogar. El niño se cayó por las gradas, de una terraza. Las caídas de altura son recurrentes y se deben a casas sin seguridad en gradas, en balcones, además de descuidos de los adultos.

Otro 30% corresponde a los accidentes de tránsito y niños peatones o ciclistas arrollados por carros. Un 15% corresponde a niños víctimas de balas perdidas y otras formas de violencia. El 5% restante son ahogamientos, rayos.

Los accidentes, señala Astudillo, son una de las principales causas de muerte entre los niños. Que muera un niño, a propósito, es de lo más difícil que se padece en el oficio de la pediatría, agrega. Darle esa noticia a un padre es aún más terrible. Un hijo es futuro, sueños, metas, proyección de la vida. Ningún papá está preparado para que toda esa ilusión se esfume de repente, ni siquiera se le llega a ocurrir que tal cosa puede suceder.

Ruthy Klahr es la presidenta de las Damas Hebreas B´nai B´ rith , Fundadoras de la Sala Ana Frank. Ruthy, desde el teléfono de su casa, narra la historia de cómo surgió la Sala.

Todo se remonta al 13 de octubre de 1843. Ese día se creó, en Nueva York, la B' nai B rith, una organización judía que traduce ‘Los hijos del pacto’. La B' nai B rith funciona a través de filiales y está en todo el mundo. Su carácter es filantrópico, defienden los derechos humanos y tienen un asiento en la ONU. Ruthy dice que es algo así como una hermandad.

Fue en 1962 cuando se creó, en Cali, la B' nai B´ rith femenina. Eran señoras judías que se reunieron para pensar en cómo y en qué ayudar a la ciudad. Decidieron que lo más urgente era intentar salvar a los niños enfermos que no tuvieran cómo acceder a los servicios médicos. Salvar un niño es salvar la patria, dice Ruthy.

Entonces en ese año, 1962, crearon la Sala Ana Frank en este quinto piso del Hospital Universitario. Todo empezó con cinco camas y se sostenía gracias a bazares que programaban las Damas Hebreas, ventas de empanadas, de tortas. Ahora son 39 camas y todo se sostiene gracias a donantes permanentes y decenas de anónimos que ayudan cuando pueden. El Hospital paga los sueldos del personal médico y el nuevo objetivo, ahora que la sala cumple esas cinco décadas de labores, es que los niños reciban sin costo los medicamentos para sus tratamientos. El turno de donar es para los laboratorios farmacéuticos.


El médico José Luis Castillo guarda su celular y explica que además de salvar vidas, la Sala Ana Frank es uno de los centros de formación pediátrica más importantes de Colombia y Latinoamérica. Aquí se han preparado especialistas de Guatemala, de Bolivia, de El Salvador. En el país, explicó el cirujano Raúl Astudillo, solo hay cuatro escuelas que preparan médicos para atender niños.

Es la tarde de un miércoles de junio y la Sala Ana Frank parece un gran salón de un jardín infantil. Está decorada con bombas de colores, pinturas, un cuadro de Ana Frank, la niña judía que durante dos años se ocultó de los Nazis y dejó constancia de lo padecido en un diario. El nombre de la Sala es una forma de guardar en la memoria esa historia.

Didier, un paciente, camina por los pasillos, pide galletas, pide colores. Otro niño ve televisión en un televisor que se turnan de cama en cama; Ángela María Zuluaga, una estudiante del colegio Berchmans, lee cuentos. La sala luce como la jornada de descanso de ese jardín infantil y el médico Castillo explica que efectivamente, ninguno de los niños que están aquí piensa en muerte, en tragedias.

Piensan, en cambio, en volver a jugar. Solo eso. Para lograrlo lo más rápido posible, colaboran. Los niños, dice Castillo, son los pacientes más sinceros del mundo. Jamás ocultan el dolor. Los 39 pequeños que están en ese momento en la sala se alistan para eso, volver a los muñecos.

Como Rubén Darío. El niño que se tragó un pez vivo ahora estudia en el colegio Corazón Inmaculado María de El Doncello. Monta bicicleta, corre, sueña con ser futbolista profesional, jugar en el Deportivo Independiente Medellín. Se salvan niños, se salva la patria. Rubén, a propósito, sigue comiendo pescado, pero frito.

viernes, junio 01, 2012

Visita a las ruinas del narcotráfico




Crónica de un recorrido por la réplica del Club Colombia que construyó José Santacruz; la hacienda El Imperio que, dicen, perteneció a ‘Chupeta’; los restos de la casa donde capturaron a Gilberto Rodríguez. Vestigios que ahora son símbolo y memoria de la historia reciente de todo un país.





Por Santiago Cruz Hoyos
Fotos Jorge Orozco
El País, Cali

Ahora que ha pasado el tiempo, agua bajo el puente, parecen, más bien, piezas monumentales y dispersas de un gran museo al aire libre.


Se encuentran en las entradas de la ciudad, en los alrededores, en callejones de barrios exclusivos. Abandonadas. Oscuras. Húmedas. En ruinas. Tragadas por el monte. Embadurnadas de boñiga. Tapizadas de lama. En ciertos recovecos de algunas huele a podrido. En algunas huele a lo que huele la muerte.


En todo caso siguen pareciendo piezas de museo. Apreciarlas hace recordar, enseguida, una época: los años 80, los años 90.

Al observarlas se regresa, de repente, a la infancia: el día en que saliste muy temprano a acompañar a tu papá al negocio de la familia porque una bomba había estallado a un par de cuadras; el día en que sentiste miedo solo por pasar cerca de una droguería que se hizo famosa por ser blanco de atentados terroristas perpetrados por capos rivales a los de la ciudad; el día en que estabas furioso con tu mamá porque no te dejó ir al estadio. Te encerraste en el cuarto, lloraste, pero al otro día no había argumentos para rebatir la decisión. El noticiero informaba de una balacera entre presuntos mafiosos que sucedió en la tribuna occidental, justo a la que ibas a asistir con tu tío.

Las propiedades que pertenecieron al narcotráfico, casas, mansiones, haciendas, tienen ese poder. Evocan tu propia historia y la de un país entero. Son símbolo y memoria de un pasado cercano.

Tal vez eso explique el interés por volver a ellas, entrar. Conocer el interior de esos cascarones agujereados como quesos por los buscadores de caletas. Caminar por los cuartos invadidos de telarañas, guaridas de murciélagos. Ver los huecos en donde pensaban esconderse los capos. Meterse en esos huecos. Imaginarlos ahí, a los mafiosos, evadiendo a las autoridades. Acordarse de una noticia que era casi diaria, casi fija en los medios y que te hacía dejar todo lo que estuvieras haciendo para escucharla: los operativos del Bloque de Búsqueda de la Policía. Caminar por la orilla de la piscina que ahora está llena de aguas verdes, espesas. Preguntarse cuánta champaña se habrá tomado en esa piscina hoy hedionda. Cuántas fiestas. Cuántas jovencitas habrán nadado allí. Ser testigo directo de esas excentricidades de los narcos que transformaron, en parte, la cultura del país.

Volver a las ruinas de la mafia supone todo eso: reencontrarse con la historia personal y la de toda una ciudad, la de toda una Nación; saciar, también, la curiosidad por conocer el imperio caído de unos señores que nos salpicaron a todos, que influyeron en la existencia de todos los que habitamos Colombia, Cali.



II

Crecimos escuchando una leyenda. La historia de un capo del narcotráfico, José Santacruz Londoño, alias Chepe, a quien no le permitieron ser socio de uno de los clubes más importantes de la ciudad: el Club Colombia. Alias Chepe, entonces, para demostrar que nada, nadie, lo detenía, para hacerse sentir en la sociedad, mandó a construir una réplica del mismo club solo para él. Le habría costado, es un cálculo de las autoridades, $5.000 millones.

Aquí está, aparentemente firme en sus muros exteriores, la famosa réplica que certifica la leyenda. Aparentemente firme. Entrar es encontrarse con una estructura de paredes rotas, pisos con cráteres en los que cabrían cinco personas, techos escudriñados, gradas martilladas, antiguas caletas ya esculcadas.

En esta mansión, se piensa mientras se recorre, las caletas eran tan necesarias como los conectores para el televisor, como los plafones para los bombillos. Por cada cuarto, cada salón, hay caletas; en la habitación principal se cuentan seis. El capo que construyó este palacio conocía, entonces, su condena: su destino era huir, esconderse y para eso se preparaba.

Mientras se recorre la mansión también se reflexiona sobre los excrementos. Los pisos de las ruinas de los narcos están alfombrados con capas de boñiga que te cubren los zapatos, te ensucian el ruedo de los pantalones. La escena, literalmente, traduce la gloria efímera, el poder efímero, todo eso cubierto por mierda. El lujo del pasado es ahora lugar de descanso y baño de vacas y caballos.

La réplica del Club Colombia está ubicada exactamente en la Avenida Peñas Blancas, por la salida de Cali hacia el municipio de Jamundí.

De lejos es difícil divisar la edificación. La camuflan pinos, maleza. Hay que acercarse para apreciar el mito, agacharse, cruzar con cuidado una cerca de alambre de púa destemplado.

Primero aparece la portería. Se supone que aquí debías anunciarte antes de seguir. Como en el Club. En la portería en obra negra, en ruinas como la casa, gris como la casa, hay hojas de árboles en el piso, escombros, bolsas plásticas, una caja de una loción costosa: Ermenegildo Zegna. Es una de las marcas de perfumes y ropa que exhibían como pavos los narcos de la época.

Más adelante, después de atravesar la maleza, los pinos, aparece la réplica y lo obvio, una estructura ostentosa. El tamaño de algunas habitaciones, por ejemplo, es casi como el de un apartamento moderno y sus paredes dan pistas de gente que ha merodeado por el lugar. En una de las paredes escribieron en lápiz: “contra el ayer”. Abajo, en un corredor, pintaron, también a lápiz, lo que parece un mapa de ubicación de una caleta.

En el hall dibujaron la cara del indio Piel Roja y un nombre: Alejandro. En un cuarto oscuro donde vuela un murciélago se ve una caneca de aguardiente que aún tiene alcohol. La réplica del Club Colombia está siendo visitada.

En 1996 el Bloque de Búsqueda informaba que solo en Cali, los capos, en su desbandada, habían dejado abandonadas 1.214 propiedades lujosas como esta, valoradas en 32 billones 67.940 millones de pesos. Un periódico nacional hacía un cálculo: con una mínima parte de este valor se habría podido solucionar el déficit habitacional de Cali en la época. Con esa plata se hubiera pagado el salario mínimo para una población tan grande como la de Estados Unidos.

Salir de esta pieza de museo hace que se piense, entonces, en otro asunto. Los que murieron en la guerra de los carteles. Los que pusieron la sangre para que los narcotraficantes se llenaran de plata. Las ruinas de la mafia hacen también que recordemos a las víctimas.

Existe, a propósito, otra leyenda: a los obreros que construían las mansiones los mataban. Conocían la ubicación exacta de las caletas...

III

De esta finca se han creado mitos. Está, por ejemplo, el de la caleta protegida por fuerzas del más allá. Dicen que un brujo preparó un conjuro para que no pudiera ser hallada. La única manera de encontrarla, según el final del mito, es contratando los servicios de otro brujo.También está la leyenda de los caballos. La finca, que se llamó El Imperio y está ubicada en el corregimiento de Potrerito, Jamundí, perteneció, según cuentan en la zona, al narco Juan Carlos Ramírez Abadía, alias Chupeta, experto en montar equinos finos. La leyenda asegura que en las pesebreras de El Imperio durmieron caballos que costaban, cada uno, tres millones de dólares.

El Imperio fue famosa por eso, sus pesebreras y caballos. En un muro se lee que en el pasado se ofreció el servicio de alquiler de potros, reproducciones, alquiler de esas pesebreras que ahora lucen, más bien, como selvas impenetrables. Las pesebreras de El Imperio se convirtieron en eso: montes tupidos que no dejan ni siquiera que la luz del sol ilumine el suelo.

Lo mismo pasa con otras excentridades. A la gallera se la tragó la maleza, lo mismo que a la discoteca.

La casa de la finca es una curiosidad. Fue blindada. De los muros desplomados salen láminas oxidadas. Algunos vidrios siguen intactos. También son blindados. Las ruinas de la mafia cuentan historias de hombres que invertían millones para hacerle el quite a la muerte que los perseguía.


IV

La tumbaron. La casa del norte de Cali donde capturaron a Gilberto Rodríguez Orejuela. Apenas hay escombros, varillas de hierro que salen dobladas de los muros, el esqueleto de la estructura. En lo que queda hay, de todos modos, vestigios de vida: un sofá azul, un afiche que anuncia un tratamiento para la caída del cabello, un zapato amarillo. Lo que quedó de la casa, parece, fue convertido en un cambuche. La vivienda de uno de los narcotraficantes más ricos de la historia luce como resguardo de un indigente. En todo caso a esta hora, las 10:00 de la mañana, no hay nadie. Solo se ve una cámara de video que sale de una ventana del edificio de enseguida, apuntando a los escombros. Alguien vigila esos restos.

V

En la recta Cali - Palmira está una procesadora de pollos que perteneció al narco Pacho Herrera y al frente una finca que, dicen, fue de Víctor Patiño. El recorrido por los bienes en ruinas de la mafia puede tardar, entonces, meses. Solo en el Valle del Cauca se cuentan 3.819 propiedades que le fueron incautadas al narcotráfico o fueron sometidas al proceso de extinción de dominio. Los maneja la Sociedad de Activos Especiales del Ministerio de Hacienda, después de que la Dirección Nacional de Estupefacientes entrara en liquidación por actos de corrupción.No todas las propiedades, por supuesto, están en ruinas. Algunas la Sociedad de Activos Especiales las arrienda, otras las vende a través de subastas públicas.


El dinero es consignado en las cuentas del Fondo de Rehabilitación y lucha contra el Crimen Organizado, Frisco.

Los bienes que siguen en ruinas continuarán así. No existe un plan para recuperarlos, por ahora. La Sociedad de Activos Especiales no puede invertir en ellos, además: “Inversiones superiores a 1.5 salarios mínimos deben ser autorizadas por la DNE”, informa Silvio Aragón, el gerente de la Sociedad en el Valle. Y la DNE se está acabando.

Esas propiedades, en ruinas o restauradas, productivas, no importan su condición, siguen siendo piezas de un museo que guardan la memoria de la historia reciente de todos los habitantes de un país.