lunes, mayo 16, 2011

Jairo, un ‘diablo’ leal

Jairo Bernal, kinesiólogo del América, cumplió 32 años de labores en el equipo y no piensa en palabras como retiro. ¿Por qué? Crónica de un cariño verdadero.


Por Santiago Cruz Hoyos
Fotos: Ernesto Guzmán Jr.
EL PAÍS - Cali

El técnico de un equipo rival lo mandó a llamar a la habitación del Hotel Intercontinental. Ahí estaba hospedado Jairo con su equipo, con América, horas antes de enfrentar un partido por la Copa Libertadores.

La llamada lo extrañó. Jairo, sin embargo (es ante todo un tipo amable), bajó para encontrarse con el profesor.

Empezaron a charlar de fútbol. Y enseguida se reveló todo: “Jairo: cogé esta chequera y ponele los ceros que querás. Yo quiero que trabajés en mi equipo”.

Jairo se sorprendió aún más. Le estaban ofreciendo un contrato en otro equipo del fútbol colombiano y con los ceros a la derecha que eligiera, como si él fuera una estrella en el campo. Pero él no era una estrella, por lo menos no en el campo. No atajaba balones imposibles; no hacía goles; ni siquiera jugaba al fútbol profesional. Jairo es kinesiólogo. Su trabajo consiste en restablecer, mediante procedimientos terapéuticos, la normalidad de los movimientos de un jugador lesionado. Eso y mil tareas más.

La respuesta ante la tentadora oferta, sin embargo, fue inmediata: “No, profe”, dijo Jairo. Después le comentó que su problema no es de plata, que su amor y agradecimiento con su equipo es tal que en América iba a estar hasta que lo echaran.

La frase resultó ser una profecía. Jairo Bernal Zamorano, kinesiólogo del América, lleva 32 años de labores en la institución. Como trabajador del equipo ha celebrado los 13 títulos de liga. Jairo Bernal podría ser un amuleto de la buena suerte para los ‘diablos rojos’.

En este momento está de pie sobre la pista atlética de la cancha principal de Cascajal, la sede de entrenamiento del equipo. La historia del técnico que lo quiso contratar la cuenta con los ojos clavados en la cancha. La suplencia de América juega y él debe estar atento para socorrer a algún jugador en caso de que salga mal librado de un roce.

Como ahora, que el volante Éver Zárate recibe una patada. Jairo deja la charla, coge su maleta llena de gasas, crema caliente, y sale apresurado hasta el borde del campo. Zárate se levanta, le indica que todo está bien. Jairo vuelve.

Confirmará que es un hombre tan leal al América, que ni siquiera esa chequera millonaria tuvo el poder para hacerlo contemplar, así sea por unos segundos, la posibilidad de abandonar el equipo.

Y esa fidelidad de devoto consolidó en él un lema: no hablar mal de América, no hablar mal de nadie. Es su sello. Lo ratifican sus compañeros: “Él es un empleado fiel a la institución”, dirán en coro Jorge Banguero; capitán de América; Óscar Sandoval, kinesiólogo; Mauricio Vélez, gerente; Víctor Gómez, administrador de Cascajal.

Es más: a Jairo le molesta escuchar a miembros de la institución quejándose en emisoras por la falta de pago de los salarios. “Con eso no la voy. Todos tenemos que halar para el mismo lado”.

Como se molestó en silencio hace un par de años, cuando escuchó en radio a un integrante del América lamentándose porque no se habían cancelado las obligaciones de salud del equipo.

-“Mire: mi mujer iba a dar a luz en esa misma época. Y yo pagué todo en la clínica. ¿Cuánto es, gerente? Ah, que tanto. Tenga la plata. Si yo me pongo a hacer escándalo por la radio, chao”.

Además, agrega, “si salgo a una emisora a dar declaraciones, ¿ me van a dar la plata para salir del problema? No. Si se tienen que decir las cosas, que se digan allá, dentro del equipo”.

- ¿Pero te deben Jairo?

- Me deben quincenas del año pasado. Pero hasta ahora, gracias a Dios, no me ha faltado mi comida. Y hay que decirlo: este año están al día en los pagos. Por eso digo que en estas situaciones hay que tener paciencia, todo se va solucionando. La experiencia sirve para que el jugador entienda que no puede despilfarrar su plata, que tiene que ahorrar, saber invertir.

- Jairo, pero se han ido referentes. ¿No tenés miedo de que por problemas financieros te digan: no vas más?

- Los hombres pasan y las instituciones quedan. A mí me gustaría irme por la puerta grande, no la de atrás. No he escuchado nada, pero uno tiene que estar preparado. Lo único que un hombre tiene seguro es la muerte.

Jairo y América conforman un matrimonio que parece indisoluble. Él le entregó su mejor tiempo, la juventud, su trabajo. América le dio la posibilidad de comprar una casa en la Urbanización Barranquilla, en el norte de Cali; le dio las posibilidades económicas de formar un hogar con Isabel Herazo, su esposa, (cuando la vio por primera vez él iba en el bus del equipo); le permitió conocer el mundo, “he ido hasta Arabia”; le dio prestigio y por eso fue a un Mundial como kinesiólogo de una Selección Colombia Sub 17 ( se disputó en 2009 en Nigeria) y le abrió la puerta para que lograra ser lo que quiso: un hombre de fútbol, un conocedor de una ciencia auxiliar de la medicina. Porque Jairo quiso estudiar medicina. No pudo, pero en el América, gracias al médico Gabriel Ochoa, encontró un camino paralelo.

(II) De la vida de un hombre

La sala de la casa de Jairo está decorada con sus fotos. En la pared se ve a Jairo con Pelé, su ídolo, en Los Ángeles; Jairo con América; Jairo con la Selección Colombia. También hay una placa que le entregaron el junio del 2001, cuando cumplió sus 20 años de labores en el equipo.

Jairo está sentado en un mueble de la sala. Lleva una camiseta roja, pantaloneta negra, lentes. A los 51 años luce la barriga de los sedentarios. A lo mejor es porque no ha podido volver a jugar fútbol, la recocha, debido a una operación de meniscos. “Pero cuando juego, ahora, soy volante 10 con gol”, dice muy serio.

Jairo ve un partido: Manchester-Shalke. “Me gusta ver televisión, mucho fútbol”.

Por ahí, con una camiseta del América, está Juan José, su hijo de 2 años. Más tarde llegará Cristina, su otra hija, 18 años y estudiante de administración. Fue por ellos, por el amor que les tiene, que Jairo se dedicó a trabajar y olvidó eso de estudiar en una universidad. “Quiero darles lo que no pudieron darme”.

Resulta que Jairo nació en una familia de cinco hermanos. Entonces a sus padres, don Guillermo y doña Dolores, les quedaba difícil hacerlos profesionales. El pacto no declarado era el siguiente: “les costeamos el colegio. No se puede más. No se puede una universidad”.

Jairo nació el 20 de marzo en 1960 en Juanchito. Y su infancia se la pasó en las canchas, jugando fútbol. “Yo fui criado en el barrio Chapinero de Cali, y me la pasé jugando en los potreros”.

Jugaba de defensa central, zurdo, de esos de buen dominio de balón y pegada con dinamita. Uno de sus hermanos, Rosemberg, llegó a ser futbolista profesional. Ahora vive en Londres. “Jugó de volante seis. Empezó como líbero, pero con Pedro Nel Ospina jugó en América en todos los puestos”.

Jairo también quiso ser jugador profesional. Pero tuvo problemas. Como tres enfermedades en los ojos: miopía, estrabismo, astigmatismo.

Claro que una vez, a los 15 años, se lo quisieron llevar para el Quindío. Su papá, bravo, dijo que no cuando le propusieron “comprar” al muchacho. “¿Usted cree que él se vende o qué?”, le dijo don Guillermo a Severiano Ramos, el técnico del equipo. ¿Qué tal, Jairo, que tu papá te hubiera dejado ir? ¿Qué hubiera pasado?

Como Rosemberg, su hermano, fue aceptado en el América, Jairo mantenía en el equipo y en enero de 1979 era utilero sin contrato de las inferiores. El profe Pedro Nel Ospina le ponía tareas. Ser razonero, por ejemplo. Es decir: salir a la raya y entregar las órdenes a los jugadores. “Ojo con el relevo, cerrá”. Después se enfermó el utilero del primer equipo, Emilio Dorado, y el profe Ospina le dio el puesto. Empezó su historia oficial en América.

- ¿Cómo te convertiste en kinesiólogo?

- Con el médico Gabriel Ochoa empecé a estudiar. Me enseñó todo. Porque no fui a la universidad. Hice cursos. De masajes, de enfermería. Pero fue Ochoa el que me enseñó. Y leo, estoy actualizado en lo último en kinesiología.

Desde 1990 Jairo Bernal es kinesiólogo del primer equipo del América. Reemplazó a Álvaro Medrano.

(III) De los recuerdos de un hombre

Jairo es un hombre parco, callado, de palabras medidas. Así también es cuando hay que celebrar un título: “No soy de algarabías”.

Pero hay un gol que no se le olvida porque es el que más duro ha cantado: el que le hizo Jerson González al Cali, en un clásico. Fue un gol importante, claro, y además bonito: de chilena.

- ¿Has llorado por una derrota?

- No, nunca he llorado. Ni siquiera cuando se murió mi mamá, hace 40 años. Pero toda derrota duele.

- ¿Y cuál ha sido la derrota que más recordás? ¿Con Rosario en la Copa Libertadores?

- Ese partido quedó 3-2, cuando íbamos 3-0 arriba y teníamos la clasificación. Pero fuimos a penales. Entonces yo le dije a un compañero: esos argentinos tienen un dios en esas instancias. A los argentinos, si le podés hacer 7 goles, hay que hacerlos. Si no, perdés. Y perdimos. El partido fue un martes. El miércoles no salí de mi casa.

Otra derrota que no se le olvida fue esa de la final de Copa Libertadores contra Peñarol en 1987, que se esfumó en el último minuto del juego. “Doña Beatriz Uribe nos iba a invitar a comer. La comida se dañó”.

Ahora Jairo hace memoria y enumera las versiones del América que han sido unas máquinas aceitadas de fútbol y victorias; el equipo de Gareca; el de Leonel Álvarez, Freddy Rincón; el de Umaña campeón; el equipo de ‘Los pitufos’, Pony Maturana, Pipa de Avila.

- Y el de ahora, el del profe Aponte. Este equipo va a clasificar a las finales.

Jairo no hablará de recuerdos íntimos del equipo, no contará muchas historias. Ese silencio confirma lo dicho: es leal, sabe que en el fútbol hay códigos que dicen que lo que pasa en una cancha, en un camerino, será un secreto.

(IV) De los triunfos de un hombre

El entreno del equipo termina. Jairo sale disparado a organizar los implementos que tendrá que llevar al partido de esta tarde por la Copa Postobón. Inyecciones; cremas; cintas; espadarapos.

En el camerino tendrá que preparar los vendajes de los jugadores. Cuando regresen del partido, hará trabajos de estiramiento, pondrá hielo en músculos golpeados y hasta repartirá refrigerios.

“Nuestra tarea es estar pendiente de los jugadores, que no les falte nada”, dice camino a la lavandería.

- Jairo, ¿y has sido clave para el América? Es decir: ¿en un momento definitivo has actuado para aliviar el dolor de un jugador, y después ese jugador le ha dado un triunfo al equipo? Jairo responderá que él simplemente hace su trabajo, que no piensa en eso.

Pero es inevitable preguntarse si ese trabajo callado no le habrá dado triunfos al América. Con jugadores libres de dolor, de molestias, el equipo rinde, gana trofeos. El reconocimiento, sin embargo, es para los jugadores, para los técnicos. Pero, otra vez : ¿cuántos campeonatos no se habrá ganado América gracias a Jairo?

Quizá en una final, cuando un jugador ha caído, habrá aparecido Jairo para recuperarlo. A lo mejor era un delantero clave. Ese que, después, se levanta, corre sin dolor, hace el gol. Y nadie pensará que fue por Jairo. Nadie se acordará que el kinesiólogo entró a la cancha. Ni siquiera él lo dirá. Jairo Bernal, que ahora va en un bus rumbo al partido, es, además de leal, un hombre modesto.



martes, mayo 10, 2011

Que el autor cuente la historia

El cronista Alberto Salcedo Ramos acaba de publicar ‘La eterna parranda, crónicas 1997-2011’, una recopilación de sus mejores historias.  ¿Cómo se tejió ese libro en el que a través de relatos sobre juglares, toreros, futbolistas,  boxeadores, cantantes, víctimas de la guerra, se representa a todo un país?

Por Santiago Cruz Hoyos
Foto: Cortesía Aguilar - Camilo Rozo
Revista GACETA - EL PAÍS

Que el autor cuente la historia. Mejor. Porque quien firma esta nota anhelaba, al principio, contarla con su propia voz. Pero cuando leyó de nuevo todo lo que le narró su personaje, el autor, entendió que esa voz relataba con más seducción lo sucedido.

Y lo sucedido es un libro. Uno que acaba de publicar el autor, Alberto Salcedo Ramos, cronista.

El libro, el quinto de periodismo literario de su autoría, se llama ‘La eterna parranda, crónicas 1997-2011’, (Aguilar) y es una antología que reúne las mejores historias que ha escrito en los últimos 14 años, publicadas en revistas como SoHo, Gatopardo, El Malpensante, Ecos, Arcadia, Número.

Son, en total, 27 crónicas las que se leen en ‘La eterna parranda’. Crónicas, por ejemplo, como la que narra la vida del cantante vallenato Diomedes Díaz, un hombre cuya historia “era la de todos esos asuntos placenteros de la cultura popular: paisaje, magia, poesía, bohemia, sentimiento. Pero él la convirtió en un caso de página judicial salpicada de temas terribles: drogas, homicidio, paramilitares”, escribe el autor.

O ‘Enemigos de sangre’, la crónica sobre los hermanos Edinson y José Atilano Márquez: el uno guerrillero, el otro paramilitar; o el relato de un viaje a Tumaco, Nariño, “la despensa del fútbol colombiano”. Allá le revelaron al autor una fórmula infalible para detectar una próxima figura del balompié nacional: si bailas bien, juegas bien.

Esas 27 historias de toreros, bufones, juglares, soldados, boxeadores, mutilados, futbolistas, dan cuenta de cómo es un país, Colombia, y una época, el final de un siglo, el comienzo de otro. También confirman una teoría: el buen periodismo es una forma de literatura.

El autor se apresta a contar la historia. La de cómo se escribió ‘La eterna parranda’. Narra, primero, lo difícil que es eso de escribir. A propósito, el autor cita una frase que tomó prestada de una escritora venezolana: odio escribir, pero amo haber escrito. Ya está contando...

Para mí la escritura es un proceso tortuoso. Por varias razones: la primera, porque arrancar y encontrar el tono no es fácil. La segunda, porque yo soy una persona vital y en esta fase me toca encerrarme durante mucho tiempo. A veces me meto en mi estudio sin saber cuándo será la próxima vez que el sol y yo nos veremos las caras.


Y además escribir es renunciar. Escribir es renunciar porque mientras te encierras a encontrar una voz que le convenga a lo que ya miraste como cronista, pasan días, y hasta meses.


Te cuento algo: la crónica de Matilde Lina (publicada en la edición 132, la más reciente de la revista SoHo, no está en el libro) la terminé luego de un encierro tremendo. Y el día que terminé sólo tenía ganas de ir a la tienda a comprar tomates. Algo que normalmente es aburrido, como eso de comprar tomates, es un plan grandioso cuando has pasado tanto tiempo encerrado.


A mí me gusta empezar las jornadas cuando estoy recién levantado. Es el mejor momento del día para escribir: el cerebro está fresco, las energías están enteras. Me gusta empezar tipo 8:30 de la mañana. Mis jornadas son largas. Le doy de corrido hasta por la noche. Generalmente hasta las nueve o diez.


Tomo, efectivamente, mucho café. Y con frecuencia me echo agua fría en la cara. Tengo muchas manías.


Pero la manía mayor es escribir con velas aromáticas encendidas. Son unas velas carísimas, pero me hacen la atmósfera de trabajo, que es mi propia casa, amable. Ignoro cuántas velas de esas se habrán consumido a lo largo de la escritura de mi libro, pero te garantizo que son centenares.


De ese libro, la historia con la que más sufrí fue la de Diomedes Díaz.


Te cuento una intimidad: Daniel Samper Ospina (Director de la revista SoHo) me encargó la historia. Un día me enteré de que una revista con sede en Bogotá, sólo por maldad, le encargó a un escritor de ficción un perfil de Diomedes. Tanto el escritor de ficción como el editor de la revista sabían que yo andaba trabajando la historia de Diomedes desde hacía rato, (4 años) pero quisieron hacer la historia para darle un golpe bajo a SoHo y, de paso, dármelo a mí.


Eso me generó una presión adicional que hizo que la escritura de la crónica de Diomedes, especialmente en la parte final, cuando ya el cierre estaba encima, fuera tortuosa. A la hora de la verdad, el texto no salió en el otro lado. Fue lo mejor que pudieron hacer, porque el escritor que iba a hacer la historia es bastante menor, y estoy seguro de que hubiera salido con una babosada.

Ahora, el autor narra otro asunto. Este no tiene que ver con la angustia, sino con un placer: el placer del punto final. Ya está contando...

Lo primero que sucede cuando llega el punto final es que me dan unas ganas loquísimas de disfrutar los placeres más simples: llamar por teléfono a mis amigos, salir a cenar con alguien de mis afectos, caminar por un parque, ir a una heladería a comerme un helado de arequipe.


Te cuento algo curioso: El día que terminé la crónica de Diomedes Díaz, cuando la entregué en SoHo en medio de una angustia terrible, llamé a mi hijo Mario - que tiene 21 años - por teléfono. Le pedí que viniera a mi casa para salir conmigo, a pasear por las calles de Usaquén, que es un lugar de Bogotá que yo amo.


De pronto, me pararon los policías de tránsito y me pusieron una multa por exceso de velocidad. Yo normalmente manejo tranquilo, pero ese día iba a una velocidad superior a la permitida. Me pregunto si el exceso de velocidad no era una forma jubilosa de celebrar el fin de mi encierro, o una manera brusca de estrenar, por segunda vez, mi libertad.


El autor se acuerda en este punto de lo que pasa después, cuando la crónica está publicada. ¿Esas historias le cambiaron la vida a sus personajes?

No, no me atrevería a decir que les he cambiado la vida a los personajes de mis crónicas. A mí sí que me han transformado, pero a ellos... ¡no sé! Por lo menos, no me consta.

Me he enterado de cosas como la siguiente: el año antepasado hice una crónica en El Salado, el pueblo del centro de Bolívar donde hubo una masacre cometida por los paramilitares (‘El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas’). En la parte final de mi crónica yo introduje a la seño Mayito, aquella niña que se volvió famosa cuando se convirtió en profesora para suplir la ausencia de los profesores.

Como el pueblo se había vuelto tan violento, los profesores se marcharon, entonces la niña se convirtió en profesora a los 11 años, sólo para que los niños menores que ella no se quedaran sin estudiar.

A la niña la volvieron una heroína mediática. Le dieron el Premio Portafolio a la Excelencia, la condecoraron, la entrevistaron, pero diez años después la encontré, hecha ya una señorita de 21 años, y estaba triste porque no había podido estudiar para cumplir su sueño de ser profesora. O sea que en este país estimulamos a la gente a que juegue a ser profesional, pero no la ayudamos a que realmente lo sea.

Yo conté el caso en mi crónica. Y poco tiempo después a la niña le dieron una beca para estudiar docencia. Te puedo contar varios casos de ese tipo, pero no tendría, de todos modos, la pretensión de decir que les he cambiado la vida a ellos. Yo hago mi trabajo con gusto, y lo cierto es que me beneficio de esos personajes: vivo de lo que ellos me cuentan. Con sus testimonios he ganado honorarios y reconocimiento. De modo que devolverles algo de lo que ellos me dan es apenas un deber.

El autor se acuerda de los sitios a los que viajó para contar sus historias de ‘La eterna parranda’. Piensa, también, en el libro, su significado...

Para hacer este libro yo acumulé millas de viaje por aire, por tierra, por agua. Hablé con víctimas y verdugos, con ganadores y perdedores, con bufones y músicos. Este libro es sin duda el retrato de una gran parte del país reciente. Por sus páginas desfilan paramilitares, guerrilleros, víctimas de ambos, trovadores, boxeadores, enanos toreros, saltimbanquis, agentes forenses, futbolistas, amas de casa, mediadores de conflictos tribales. Es una muestra representativa de nuestro país, el que normalmente no suele estar reflejado día a día en la gran prensa.

Hay veces que la realidad cambia. Que el cronista va por un tema, pero se encuentra con otro. El autor narra justamente eso, recuerdos que tiene de cuando la realidad le cambió los planes.

Una de mis lecciones más importantes se la oí al cantante John Lennon: "la vida es aquello que te ocurre mientras tú estás ocupado en tus propios planes". Yo no suelo trabajar a partir de esquemas preconcebidos. Me gusta ir a ver qué encuentro y no hacer las cosas al revés, o sea, ir a encontrar lo que yo supongo.


Me encanta dejarme sorprender por la realidad. En todo caso, muchas crónicas parten de una idea que te da un editor, pero sobre la marcha, ya en el trabajo de campo, uno cambia su plan porque la realidad que encuentra es distinta a lo previsto.


Recuerdo, por ejemplo, esto: En SoHo me propusieron una vez hacer una crónica que se iba a llamar ‘Limpiando la escena del crimen’. La idea era pasar una noche con los agentes encargados de limpiar la sangre que queda en el piso cuando hay asesinatos en las calles.


La fiscal jefe de la unidad me dijo: "en Colombia nadie limpia ninguna sangre en la calle. Eso se ve es en los documentales gringos. Aquí la sangre la disuelve la lluvia o la seca el sol". Eso quiere decir que en menos de lo que canta un gallo me quedé sin tema. Entonces, lo que hice fue darle vuelta a la idea: me pasé de todos modos la noche con los fiscales encargados de levantar cadáveres en las calles, y escribí mi historia ‘Cita a ciegas con la muerte’.

El autor no usa libreta. Revela sus métodos para buscar la información de sus historias...

Usar libreta de apuntes mientras uno habla con un personaje me parece grosero. Y torpe, porque cuando entierra la mirada en la libreta se pierde muchas cosas que están sucediendo en los gestos del personaje y en el entorno.


A la pobre grabadora la han calumniado más que a la carne de cerdo. El problema no es la grabadora sino el uso que tú le des.


Y ya que preguntas por trucos, te diré esto: mi principal truco es no tener trucos. Soy muy espontáneo, muy artesanal en la cacería de la información.


Mi admiradísima colega Leila Guerriero habla del ‘Método de volverse voluntariamente opaca’. Yo comparto esa manera de verse uno como reportero: mientras menos visible seas, más provecho le sacarás al personaje. Cuando el periodista es muy recargado, cuando llega con acompañantes, cuando se pone a hablar por Blackberry y a mirar el reloj mientras el personaje le habla, cuando quiere dejar claro que él es un hombre muy importante, la realidad le cierra las piernas. Yo he dicho muchas veces que me gasto una cara de huevón impresionante y que le he sacado mucho partido a eso.


El autor está terminando. Debe hacer las maletas. Va para Argentina, a Tucumán, a dictar un taller. De crónica, claro. Antes, contará cómo se hizo cronista...

En la época en que yo estaba en edad de decidirme por una profesión, ciertos adultos en mi familia quisieron sugerirme que estudiara derecho o medicina, las únicas dos carreras que entonces parecían dignas.


Yo tenía claro que quería contar historias. Pensaba, sobre todo, en ser un escritor. Pero los adultos me dijeron que podría morirme de hambre, me acobardaron. Y me dijeron: por lo menos, estudia periodismo.


Yo empecé a estudiar periodismo con la convicción de que esa sería una ruta de paso. Pero cuando descubrí el periodismo narrativo, cuando descubrí que se podían contar historias, cuando descubrí que existe un género tan maravilloso como la crónica, que parece un cuento pero es real, entonces me dije: ¡esto es lo mío!


Caí en la trampa de pasarla muy bien contando historias de no ficción y me olvidé de mi deseo inicial, escribir novelas y cuentos. Reivindico mi condición de cronista, lo hago con la cabeza bien en alto. Sé que pertenezco a la familia de los periodistas. Y sé que también pertenezco a la familia de los escritores. Estoy donde quiero estar, y por eso me están dando ganas, otra vez, de salir a comerme un helado de arequipe.