miércoles, octubre 28, 2009

Viaje a la tierra del tambor



San Basilio de Palenque fue el escenario en donde se realizó el XXIV Festival de Tambores y Expresiones Culturales. GACETA fue hasta allá y vivió la fiesta. Crónica de lo que fueron seis días caminando por el Primer Pueblo Libre de América, declarado por la Unesco como ‘Obra maestra del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad’.




Por Santiago Cruz Hoyos

Fotos: Cristina López Betancour



I



Las manos negras de Franklin Hernández Cassiani son pesadas, toscas, gruesas, carrasposas. Las palmas son ásperas, como con callos.



El muchacho, que tiene 17 años, está sentado en un patio de una casa ubicada en Barrio Arriba, en San Basilio de Palenque, la tierra del tambor. Entre sus piernas, cómo no, ciñe uno de esos instrumentos que lo han acompañado a él y a su pueblo durante toda la historia.



Franklin toca, endiablado. Tiene los ojos entrecerrados, como transportado en otro mundo. Su golpe de ese tambor alegre acompaña la voz de Farid Torres, 32 años, uno de los pocos solteros del pueblo, que canta en el grupo musical Oriki Tabalá, un nombre que significa ‘fiesta de tambores’. Farid está entonando el himno de San Basilio de Palenque.



“Palenque fue fundadooo, fundadooo por Benkos Biohó. Y el esclavo se liberooó, hasta que llegó a famoso. Áfricaaa, África, Áfricaaa, África…”.



La escena se desarrolla en una tarde ardiente de más de 38 grados centígrados de un jueves de octubre, un día antes de que en San Basilio de Palenque, ese corregimiento que hace parte del municipio de Mahates, en el departamento de Bolívar, ubicado a 45 minutos de Cartagena, se inicie el XXIV Festival de Tambores y Expresiones Culturales.



Sentado junto a Franklin, Farid me explica ahora el asunto de las manos del muchacho. “La mano de un tamborero se protege a sí misma contra el cuero y el palo. Sabe que si toda una vida va a estrellarse sin parar en el cuero del chivo, del venado o de la vaca, tiene que resguardarse”.



Franklin sonríe y se mira enseguida sus palmas, levantándolas directo al sol. Después me estrecha las mías para que compruebe la aridez de una mano de un tamborero de San Basilio. En el acto sentencia: “El tambor es lo mejor para mí. Nadie me lo quita”. De nuevo, estrella las manos contra el instrumento e inicia su trance.



La historia de este enclave africano en Colombia, cuna de músicos legendarios como el maestro Rafael Cassiani, director del Sexteto Tabalá, y boxeadores de pegada mortífera como Antonio Cervantes, ‘Kid Pambelé’, tiene el tinte de un cuento épico.



El pueblo fue fundado por esclavos liderados por Benkos Biohó, un hombre afro nacido en Guinea Bissau, África Occidental, y que según una de las leyendas, fue capturado y vendido en 1596 como esclavo al español Alonso del Campo, en Cartagena.



Benkos se rebeló a ese destino de tortura, organizó un forajido ejército de esclavos para dominar los Montes de María, en los departamentos de Bolívar y Sucre, y llegó a esta tierra que he pisado durante seis días, Palenque, que se define como el lugar poblado por esclavos africanos fugados del régimen español. Aquí en este territorio, símbolo de libertad, Benkos y sus hombres doblegaron a la cadena, al candado, al dominio de la voluntad.



En los cerros de Palenque ubicaron tambores de más de metro y medio, los ‘Pechiche’, para que cuando fueran tocados, lanzaran la señal de un posible ataque del enemigo blanco. Fue de esta manera, con el tambor en la trinchera, que Palenque se declaró como el Primer Pueblo Libre de América. Y aquí estoy, pisando los caminos de este pedazo de África en Colombia. Sigo en el patio, con Franklin.



El tambor, me dice ahora, es una forma de expresión, una extensión del alma, del cuerpo. El tambor, insiste, es una manera de mostrar la alegría del hombre negro. Y es, además, medio de comunicación, teléfono de Palenque. Anuncia con su bramido a pueblos cercanos como Malagana o Palenquito acontecimientos tan disímiles como un velorio o una fiesta; una enfermedad o el nacimiento de un niño.



En el lumbalú, el ritual fúnebre que se realiza para despedir a los muertos, el golpe del tambor orienta el alma del difunto hasta el más allá, en lo más alto del África, donde aseguran en Palenque queda el sitio del descanso eterno. También, dicen que el que tenga hambre y empiece a tocar, el tambor le espanta la fatiga, sin duda.



La vida en este pueblo en el que habitan 3.500 personas, agrupadas en 435 familias que ocupan 421 casas, gira alrededor del toque enfurecido de un tambor. Bom, bom, bom, bom…



II



Para llegar de Cali a San Basilio de Palenque hay que subirse en un avión hasta Bogotá y en otro hasta Cartagena. Después, en carro, se debe tomar la carretera Troncal de Occidente, pasar por poblaciones como Arjona, Gambote y Sincerín, pagar dos peajes que están casi juntos, hasta llegar a una trocha que conduce al pueblo. Son cinco kilómetros de un camino que, dicen los habitantes de San Basilio con una esperanza que no le da espacio a la duda, estará pavimentado en el 2010. Ahora esa ‘carretera’ es polvo y tierra. Y silencio. Y selva virgen a lado y lado.



Desde que pisé este territorio sentí un ambiente de feria, de fiesta. En los patios de las casas levantadas con paja y bahareque se escuchaba el toque del tambor y el canto de hombres, de mujeres, de niños. En las calles, bebés de dos y tres años aparecían en las esquinas y casi desnudos bailando champeta. Las jóvenes, cuando caminaban, en realidad danzaban. Es que el baile en San Basilio se lleva literalmente en las venas.



En Palenque comprobé que el tambor atrae, llama, hipnotiza. La primera noche, por ejemplo, un toque enfurecido de varios tambores me hicieron salir disparado de la casa en la que me estaba quedando, atravesar un bosque iluminado con la luz de la pantalla del celular, para llegar a una calle en donde la Escuela de Danzas Tradicionales Batata estaba ensayando. Seis hombres y seis mujeres bailaban mapalé al ritmo de los tambores. Sus cuerpos chorreaban sudor. Era, repito, hipnótico, hermoso, paralizante. Era el poder del tambor en toda su dimensión.



Y en cada costado del pueblo se repetía la escena que viví con Franklin y Farid, quienes se despidieron cantando ese himno de Palenque. En cada casa se alistaban para el Festival de Tambores y Expresiones Culturales que le rendía honor a ‘Sikito’, un anciano reconocido por su conocimiento de la medicina tradicional.



III



El calor en Palenque es cosa seria, llega a los 38 grados centígrados. Es que el calor, me dijo Adolfo Reyes, uno de los habitantes del pueblo, fue una de las razones para que el Ingenio Santa Cruz, que fue la principal fuente de empleo de la zona en los años 60, no prosperara.



“La caña necesita de calor en el día y frío en la noche. Acá esas condiciones no se dan, las noches no son frescas”, comentó el hombre que de niño caminaba doce kilómetros desde el pueblo hasta el Ingenio alumbrado por la Luna. Y tiene razón. En las noches el calor en Palenque debilita, dopa. Eso a la larga es una ventaja. En el pueblo se duerme de tiro largo.



En San Basilio, además, no hay una sola calle que esté pavimentada. Ni La Boquita, ni La Almendra, ni Calle Nueva, ni Chopacho, que es la calle de los tamboreros. Ninguna. Y el acueducto casi ni funciona. Y cuando funciona, dos horas de un par de días a la semana, lo que sale por la llave es minúsculo, un goteo de agua lánguido. E ir al baño para muchos de los habitantes del pueblo significa un viaje hasta el bosque para hacer las necesidades fisiológicas. Otros disponen de letrinas. En ese sentido el pueblo pareciera suspendido en un siglo lejano.



Encontrar empleo, de otro lado, es cosa seria. Por eso el pueblo vive en su mayoría de la agricultura y la ganadería. Las mujeres son las encargadas de vender los productos, además de los dulces que preparan para ser comercializados en las calles de Cartagena.



En el pueblo, además, hay 917 estudiantes inscritos en el único colegio de Palenque: la Institución Educativa Técnica Agropecuaria Benkos, que tiene tres sedes. Los muchachos cuentan sólo con 19 computadores y una biblioteca. “Y los recursos sólo nos alcanzan para darles merienda a 500 de los 917 estudiantes”, me dijo Basilia Pérez Márquez, secretaria del colegio.



El centro de salud se ufana de ser uno de los más equipados de la zona. Sin embargo, el día en que me rasgué un párpado con un alambre de púas, no había una sola vacuna antitetánica. Tampoco tiene una ambulancia para trasladar heridos de gravedad hasta Cartagena.



Pero aunque sorprenda, a excepción del empleo, la educación y la pavimentación de la vía que conduce hasta el pueblo, el resto de ‘problemas’ son minucia para una gran mayoría de los habitantes de San Basilio. Que una calle esté pavimentada o no poco les importa. Caminan, muchos, sin zapatos y sobre piedras ardientes y filudas y ni se inmutan. Así lo han hecho durante años.



Un alcantarillado, me explicó Farid, el cantante de Oriki Tabalá, tampoco es necesario. Es que, con un alcantarillado nuevo, los desechos irían a parar al arroyo que está a unos cuatro minutos del pueblo, contaminándolo. Y el arroyo, como el tambor, es vital para la vida de San Basilio. Del agua del arroyo viven. Y es, además, el lugar en donde va y viene la información del pueblo, que es transmitida de boca en boca por las matronas que todos los días llegan a lavar la ropa. El arroyo es como el periódico de San Basilio. Allí se informa del cumpleaños que se viene, de la más reciente pelea, del próximo hombre en irse de la zona.



“En materia de desarrollo, lo que más anhelamos es que se logre pavimentar la vía que conduce desde la Troncal de Occidente al pueblo. Y que se generen fuentes de empleo, microempresas de dulces, para que las mujeres no tengan que ir hasta Cartagena a vender los productos en la calle”, me dijo Danilo Reyes, guía turístico de San Basilio.



Es que quizá ese primitivismo en el que se vive ha sido la muralla que han puesto los moradores de este paraje contra las influencias culturales que llegan del interior del país. Así, de espaldas al desarrollo, han preservado su cultura africana, han seguido fieles a sus ritmos musicales como el bullerengue, como el son palenquero, como la champeta o el lumbalú, que es el baile del muerto. Fieles a su medicina tradicional basada en las plantas del bosque, a su organización social en donde la familia, los kuagros y las juntas son los ejes primordiales, y fieles a los tambores, esos instrumentos que en San Basilio de Palenque jamás pararan de bramar.



IV



Al ver a Palenque de entrada, primitivo, un desprevenido supondría entonces que el hecho de que la Unesco lo haya declarado el 25 de noviembre de 2005 como ‘Obra maestra del patrimonio oral e inmaterial de la humanidad’, no ha servido para nada. El pueblo sigue intacto, sin la mano visible del Estado, atrasado en infraestructura, en educación.



Pero tamaño reconocimiento de la Unesco está salvando la cultura de este pueblo. Y eso, quizá, es más trascendente que pavimentar una calle, que instalar unas líneas telefónicas. ‘Lucho Colombia’, un pintoresco personaje que se recorre todo el país viviendo cada certamen cultural que se programe, me dijo que Palenque es un tesoro de la Nación. Lo es en el sentido de que para vivir la cultura africana, para olerla, oírla, comerla, sentirla, sólo hay que ir a San Basilio.



“Tenemos que cuidar este pueblo para que nuestros hijos no tengan que investigar esta cultura negra en libros o museos sino aquí, en vivo y en directo, sintiéndola en la sangre, compartiendo la vida con los palenqueros”, comentó. Y aseguró: “Para eso, para salvaguardar la cultura de este pueblo, es para lo que ha servido el reconocimiento de la Unesco”.



Danilo Reyes, el guía turístico, opina lo mismo. Cree que el reconocimiento de la Unesco ha servido, por ejemplo, para que la lengua palenquera, ese idioma con el que se comunicaban en épocas de la conquista para despistar al enemigo, haya vuelto a surgir, a hablarse en la calle.



Otro punto importante, añadió Danilo, es que con la declaratoria de la Unesco, los habitantes de San Basilio se preocuparon por comprender su historia y su cultura. Aprendieron a tener sentido de pertenencia por el pueblo. Ese detalle lo comprobé en la calle, preguntando. Los palenqueros conocen su historia, admiran a Benkos, saben que son el primer pueblo libre de América fundado en 1603. La idea de seguir siendo un reducto africano en Colombia la tienen presente.



“Eso también se debe al proceso etnoeducativo que se ha impartido en el pueblo. No sólo le enseñamos nuestra historia a los niños en los colegios, sino a toda la comunidad, asesorados por los ancianos, que son los que conocen el pasado de esta tierra”, me dijo Jesús Natividad Pérez, director del XXIV Festival de Tambores y Expresiones Culturales.



Pero hay que dejar claro, sí, que no sólo de cultura vive el hombre. A los gobernantes del Departamento de Bolívar, con o sin el reconocimiento de la Unesco, hay que preguntarles por la educación, por la salud, por el empleo en el pueblo. Hay que preguntarles por qué tienen olvidado a San Basilio.



Sus habitantes necesitan, como todos, de calidad de vida, de agua potable, de un baño tranquilo, de un ventilador encendido, de un trabajo digno...



V



Hubo un tiempo, en los años 50, que en San Basilio de Palenque los ancianos prohibieron el toque del tambor. Era una medida desesperada porque en esos años los tamboreros se mataban entre sí por envidia. Si un tamborero era superior a otro, le daban una pócima preparada con baba de sapo para matarlo y obtener su trono.



“Por eso era hasta pecado tocar tambor en esos años. El instrumento sólo se tocaba en eventos especiales como el lumbalú. La tradición resurgió en los años 80, cuando Sebastián Salgado, fundador del grupo Oriki Tabalá, les empezó a enseñar a tocar tambor a los niños a escondidas de los ancianos”, me dijo Farid Torres, el cantante de Oriki.



Y sí, el golpe del tambor resurgió. Gracias al llamado del instrumento se presentaron en este XXIV Festival de Tambores y Expresiones Culturales más de 50 grupos musicales de todo el país. Gracias al tambor llegaron unas 700 personas del interior y el extranjero que colapsaron el pueblo. Incluso, algunos de los visitantes se quedaron sin dónde dormir porque las casas de Palenque ya estaban alquiladas para el festival.



Gracias al tambor periodistas de toda Colombia atravesaron el país para llegar al pueblo y vivirlo para después contarlo.



Y ahí, en el barullo del Festival, en medio de los hombres y las mujeres que salieron a pintar las fachadas de sus casas con dibujos de tambores, en la plaza en donde poco se podía caminar por el gentío, en el grito de las vendedoras de dulces, en el estampido de los tamboreros, en el hervidero de música, en las fiestas que se armaron en las casas cuando llovió, dimensioné la frase más concluyente que sobre el tambor escuché en Palenque: “Aquí el tambor es poder”.



Esa sentencia había salido de la boca del maestro Rafael Cassiani, mientras descansaba en su casa bajo un kiosco de paja. Sí, maestro. El tambor en San Basilio de Palenque es poder, es sagrado. También negocio. También turismo. Si no fuera por el tambor, San Basilio de Palenque sería un pueblo más del país. Si no fuera por el tambor, la vida acá no tendría sentido, la Unesco ni siquiera hubiera llegado. Si no fuera por el bendito tambor, rey de Palenque, no sabríamos que existe este pueblo negro, nadie llegaría a este enclave africano en Colombia. Nadie. Bom, bom, bom, bom…

martes, octubre 13, 2009

Omara Portuondo, su historia


Este mes Omara Portuondo estuvo en Colombia entonando las canciones de su más reciente trabajo musical, ‘Gracias’, nominado como mejor álbum tropical en los Grammy Latinos 2009. GACETA, con esa excusa, habló con ella. Tributo a una de las mejores cantantes cubanas de todos los tiempos.

Por Santiago Cruz Hoyos
Fotos cortesía de Montuno Producciones
Revista GACETA - EL PAÍS


Voy a contar una historia ya contada por un señor que se llama Eliseo Palacios García. Es la historia, poco difundida, de una niña que se llama Omara Portuondo y que este mes estuvo en Colombia ya no tan niña (78 años) cantando en Barranquilla y en Medellín las canciones que hacen parte de su más reciente trabajo musical titulado ‘Gracias’. Dicen, los que lo vieron, que fue un show extremo, excitante al oído, candela y son cubano vivo en el escenario.


La historia que les voy a contar se encuentra en un libro que para adquirirlo hay que tener paciencia y suerte, aunque se consigue si uno tiene buenos amigos en donde fue impreso: La Universidad del Valle. El libro se llama ‘Omara Portuondo, la novia del feeling’, y narra la historia de esa niña cubana que un día se fue a comprar el pan para el almuerzo y se encontró con su destino, ser cantante.


Al final de esa historia usted se encontrará con un diálogo con esa mujer, un diálogo que para lograrlo también se necesitó de mucha paciencia. Porque, ¿dónde encontrar a Omara Portuondo?


A pesar de que vive en La Habana, su vida transcurre más en un avión, en un escenario, saltando de un conteniente a otro, a los que va para cantar canciones que son poesía… “lo que me queda por vivir será en sonrisas, porque el dolor yo de mi vida lo he borrado… (‘Lo que me queda por vivir’, composición de Alberto Vera). Aquí inicia su historia.


El día del pan flauta


Y la niña se fue a comprar el pan flauta que su mamá le había encargado. Salió de su casa en Cayo Hueso, un pintoresco barrio de La Habana, pasó por el puesto de comidas atendido por chinos y el local donde vendían helados, saludó a todo mundo porque todos tenían que ver con ella, todos la conocían, y cuando estaba de regreso con el pan en la mano, escuchó unos sonidos deliciosos, armónicos. Música alegre que provenía de un viejo caserón. La niña se acercó a la puerta de esa casa. Ahí se dio cuenta que los sonidos se hacían más intensos en la segunda planta.


Entró sin permiso, subió. En ese momento vio a un grupo de personas tocando rumba con cajones y cantando y… encontró su vida para siempre. “¡Quedé encantada de la vida... ¡con lo chiquilla que era! Allí estuve tanto tiempo extasiada, pero cuando salí a la calle ya se hacía de noche, asustada corrí, en medio de una oscuridad que ya comenzaba a notarse, hasta llegar a mi casa y cuando entré, mamá, que me esperaba intranquila, me dijo: ¡Pero Omarita, dónde estabas metida? Entonces le conté la historia de lo que había presenciado y luego de reflexionar, me dijo: ¡la próxima vez me avisas para ir contigo!”.


Y la niña siguió su vida, aún quizá sin imaginarse que iba a ser cantante, que la música era lo suyo, que incluso la iban a llamar la Edith Piaf de Cuba y que iba a volverse eterna para la humanidad cuando integrara la famosa orquesta y al mismo tiempo documental de cine Buena Vista Social Club. Sólo aquel día en el caserón ella se dio cuenta que la música la llevaba en la sangre. Nada más... nada menos.


La niña es escorpión, nacida un 29 de octubre de 1930, época en que Cuba era gobernada por un tal Gerardo Machado, al que le decían ‘asno con garras’. No había empleo, eran años en que muchos trabajadores dormían en parques, en andenes, y por eso aparecieron barrios de indigentes como Las Yaguas, La Cueva, Llega y Pon.


Lo de escorpión, que es un signo de tierra, cree la niña, explica en parte por qué le complace desde siempre el olor a tierra húmeda, a campo, a vegetación, a flores. “Me atrae ver los sembrados de caña de Cuba y los de maíz y girasoles de Europa”, le dijo a Eliseo.


La niña es hija de Bartolomé Portuondo, un beisbolista afro, y de Esperanza Peláez, una mujer blanca como la leche (por eso sufrieron en carne propia la condena del racismo).


En ese hogar, dijo Eva Martiatu, amiga de Omara, no se escuchaba nunca una mala palabra. Tampoco gritos. Lo que sí se escuchaban eran canciones que cantaban a dúo Bartolomé y Esperanza mientras recogían los platos del comedor. “Así fue que comencé a conocer las primeras y las segundas voces. Mi papá descubrió mi oído musical”, contó Omara.


Y la niña se hizo grande escuchando a su padres cantar ‘La bayamesa’, himno de Cuba, del compositor cubano Sindo Garay. Creció amando el arte, la música, el canto, la actuación, el baile. En 1935, a pesar de que no era blanca y en la época había racismo por todas partes, ingresó a la escuela Alfredo María Aguayo, donde la enseñanza de las matemáticas, la geografía, la biología, iban acompañadas de la enseñanza del arte.


En el teatro de la escuela la niña Omara declamó por primera vez ante un gran público una poesía del poeta peruano José Santos Chocano titulada Cuauhtémoc. (En sus años de colegio Omara era tan seria, que incluso a sus amigos los trataba de Usted. Así fue que se ganó el remoquete ‘Omara Usted’).


En 1944 ingresó al Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana. Era una adolescente. Entonces el destino seguía haciendo de las suyas. Su barrio, Cayo Hueso, era un hervidero de arte y de música. En el verano de 1946, por ejemplo, conoció a las hermanas Estelita y Eva Martiatu, y comenzó a asistir a las tertulias que ellas organizaban con jóvenes que amaban la música y que luego integraron el grupo ‘Los muchachos del feeling’. Ahí la niña ya no es tan niña. Ahí, después de muchas casualidades, Omara debuta cantando a dúo con su hermana Haydeé una canción muy popular de la época: Tailuma. (Manolo Ortega, un animador de una emisora, presentaba a Omara como Omara Brown, ‘La novia del feeling’. El apodo aún la identifica).


En 1947 siguió su camino, integró como cantante de jazz el grupo Loquibamba, con el que se presentó en emisoras de radio de La Habana y en teatros de la ciudad. Tres años más tarde llegó al famoso Cabaret Tropicana, pero no como cantante. Ahí la acreditaron como bailarina profesional (el ballet era otra de sus pasiones y talentos). Omara bailó con el conjunto de Alberto Alonso y fue pareja de baile de un reconocido bailarín, Rolando Espinosa, y ni ella ni su familia hicieron caso de las críticas de gente que veían a las bailarinas del cabaret como mujeres sin clase ni dignidad. Y la vida siguió, hizo parte, ahora sí como cantante, del cuarteto de Orlando de la Rosa, con el que viajó a Estados Unidos en una gira de conciertos que duró seis meses.


Después hizo parte de la orquesta femenina Las Anacaonas y en 1953 empezó a hacer historia con el cuarteto vocal Las D’Aida, en el que estuvo durante 15 años viajando por Cuba, Estados Unidos y Europa.


En 1958 la ya joven Omara grabó su primer disco como solista titulado ‘Magia negra’; en 1964 apareció el día más feliz de su vida, cuando nació su hijo Ariel; en 1967 grabó su segundo trabajo musical como solista, titulado ‘Esta es Omara’ y desde entonces se convirtió en una de las grandes cantantes cubanas de la historia.


Pero se hizo inmortal cuando, en 1996, el compositor, productor y guitarrista estadounidense Ry Cooder viaja a Cuba, conoce a grandes músicos ya olvidados de la isla como Compay Segundo, Ibrahim Ferrer, Eliades Ochoa, Omara, y monta tremenda orquesta y graba tremendo documental, el Buena Vista Social Club, ganador de unos 15 premios en diferentes festivales de cine del mundo. El documental narra la historia de los músicos, su vida difícil en Cuba, un viaje a Amsterdam, donde ofrecen dos conciertos, y una presentación en el Carnegie Hall de Nueva York. La historia termina en ese apoteósico concierto, con la bandera de Cuba ondeándose en medio de aplausos atronadores. En ese momento, esos músicos ancianos pero vigorosos (a los 90 años Compay Segundo anunciaba que estaba buscando su sexto hijo) se hicieron inmortales.

Entonces Omara Portuondo se convirtió en leyenda.


El diálogo


De la niña de aquel día que salió a comprar el pan a la mujer sabia que es hoy, Omara no ha cambiado demasiado. Aún sigue siendo tímida. Aún parece tener dos personalidades: en el escenario es candela viva. Fuera de él es una mujer que se escandaliza cuando escucha una mala palabra, que no bebe, que no fuma, que, curioso, tampoco es una mujer de fiestas, de rumbas o de descargas, como le dicen en Cuba a las pachangas de remate. De Omara se dice que es muy estricta con el orden. Y que siente devoción por su país, por la Revolución. “Es que Omara y Cuba es la misma cosa”, me dijo, aunque aclaró que no habla de política.


Nunca, vea usted, le gustó su voz. Y tremenda voz que tiene. Los que la escucharon en sus inicios y tienen el placer de escucharla hoy plantean incluso que su timbre se ha fortalecido con el paso del tiempo. (Se lo dijo Olga Navarro, poetisa, a Eliseo Palacios).


En fin. Omara Portuondo es de las grandes. Por eso estuvo en Colombia, cantando las canciones de ‘Gracias’, un álbum que refleja, en parte, su vida. Por eso, por su nuevo trabajo musical, que acaba de ser nominado como Mejor álbum tropical en los premios Grammys Latinos 2009 , GACETA habló con ella. A la larga esas son sólo excusas para reconstruir parte de su vida y rendirle un tributo a ella, la Edith Piaf de Cuba.


‘Yo lo vi’ es la canción que abre su nuevo trabajo musical. En mi primera pregunta quisiera relacionar esa canción con su cotidianidad. ¿Cómo vive Omara Portuondo sus días, sus rutinas?


En La Habana mí vida es muy sencilla y al mismo tiempo muy ocupada. Me gusta levantarme bien temprano en la mañana y si tengo entrevistas me gusta hacerlas antes de salir a la calle. Tengo muchos compromisos de trabajo ya que paso casi todo el año fuera de Cuba con las giras. Por eso me gusta, cuando estoy en casa, poder hacer radio, televisión o actuaciones. Soy una mujer muy activa, me gusta conducir mi coche, un Lada muy antiguo pero en perfecto estado y que cuido con mucho cariño. Si puedo regreso a casa a almorzar y a descansar. Disfruto compartiendo con mi hijo Ariel y mi nieta Rossio el mayor tiempo posible, ellos son la alegría de mi vida. También me gusta la soledad de mi casa y mirar a través de mi ventana el Malecón.


‘‘Vuela pena’. Esta canción también es una excusa en el caso de esta entrevista. Se trata de ese grande, Ibrahim Ferrer, de los amigos que se van. Ibrahim fue uno de sus grandes amigos, ¿cómo recuerda a ese bolerista de respeto?


Ibrahim fue una persona y un músico excepcional. Nos conocíamos hacía tantos años… Él cuando cantaba en los Bocucos y yo en el cuarteto Las D´Aida. Coincidíamos en programas de TV, de radio, y siempre tuvimos una gran admiración mutua. El día que se grabó Buena Vista Social Club, yo me encontraba en el estudio de abajo grabando y cuando Juan de Marcos me invitó a grabar llegué al estudio donde estaban Ry Cooder, Nick Gold y los músicos. Cuando vi a Ibrahim, al que no veía hace mucho tiempo, me sentí tan emocionada… el poder cantar juntos los años posteriores y poder verlo con el reconocimiento que siempre mereció fue para mi otro de los momentos felices de esta vida. Ibrahim es una de las personas más buenas que he conocido, creo que esta frase lo describe completamente. Pasará a la historia como uno de los mejores boleristas que ha existido en Cuba y el mundo.‘


Ámame como soy’ es un tributo a Elena Burke, una artista que a usted la marcó. ¿Cómo recuerda a Elena Burke y qué representó ella para su vida artística?


Elena era una mujer tremenda, con un carácter muy fuerte y con un corazón de oro. La recuerdo muy a menudo y doy gracias por haber compartido tiempo al lado de tan grande artista. En aquellos tiempos en Cuba yo era muy joven y recuerdo mis comienzos siempre estando nerviosa y preocupada por todo. Ella me ayudó y me orientó en mi carrera.


En ‘Cachita’ usted canta junto a su nieta, Rossío Jiménez. Esa voz de su nieta le recuerda que también fue niña. ¿Cuáles son los recuerdos que tiene hoy de su niñez?


Mi mamá era de origen español de una buena familia y mi papá era pelotero, un hombre muy apuesto y gran deportista. Se enamoraron y lucharon contra viento y marea para poder formar una familia. A mi mamá la desheredaron pero esto no le importó nunca. Recuerdo bien verlos juntos en la cocina conversando y escuchando música… pero también fueron tiempos difíciles para ellos, en aquellos años existía el racismo y no podían ir juntos en la calle pues ella era blanca y mi papá negro. Siempre se preocuparon de que nosotros no notáramos esto. Crecimos en una atmósfera llena de amor.


En ‘Lo que me queda por vivir’ no hay espacio para la tristeza. Por el contrario, es un canto a la vida. ¿Qué le falta por vivir?


Todos mis sueños se han hecho realidad y no podría pedir nada más, sólo más años para seguir viviendo y salud. Y un mundo mejor para todos.Bonus TrackHablemos de Colombia.


¿Qué recuerdos tiene del país?


Adoro Colombia y sólo la altitud que me causa a veces malestar, es la única cosa que cambiaría (risas). Su gente, sus paisajes, su comida, su cultura… Es un país maravilloso y que siempre que puedo visitar me siento feliz. Colombia conoce bien nuestra música cubana y los conciertos están llenos de personas que cantan las letras y bailan nuestros ritmos… en Colombia se entiende nuestra cultura.


¿Y Cali? ¿Conoce la ciudad? ¿Hace cuanto no viene?


He visitado Colombia y sus maravillosas ciudades en incontables ocasiones… son muchos años que llevo viajando, son 60 años de carrera... (Sospecho, ahora, que de Cali no tiene recuerdos, quizá no ha venido. Umberto Valverde no recuerda haberla visto por estas tierras. ¿Pero cómo recordarlo todo?)


Omara, una curiosidad. Varios son los cantantes cubanos que con la Revolución partieron de Cuba. ¿Usted por qué se quedó?


Yo nunca quise vivir en otro lugar que no fuera Cuba, adoro mi país y no podría vivir en otra parte. Omara y Cuba son una sola cosa. Y hablando de su futuro, ¿cómo lo vislumbra? Lleno de proyectos. Ahora me encuentro inmersa en mi último disco ‘Gracias’, que es muy especial por varios motivos. He podido por primera vez en mi carrera escoger los temas y decidir qué quería grabar. Trabajar con Ale Siquieria en la producción artística y Swami JR mi director artístico ha sido como trabajar en familia. Y poder tener en esta grabación a los músicos increíbles que me acompañan ha sido la mejor forma de poder agradecer a todos los que han hecho posible estos años de carrera...


Omara seguirá cantando, hasta que la muerte diga lo contrario. Y seguirá inmortal. Que buena esa canción titulada ‘Quizás, quizás, quizás’... “Siempre que te pregunto, que cómo, cuándo y dónde, tu siempre me respondes, quizás, quizás, quizás...”. Tremenda voz. Tremendo son cubano.