80 años después de la bomba atómica, un trozo de Hiroshima crece en Cali






Crónica publicada en El País de Cali

Entonces la bomba atómica explotó. Eran las 8:16 a.m. del 6 de agosto de 1945 y algunos de los sobrevivientes en Hiroshima pensaron que el sol se había desprendido del cielo para quemarlo todo. Era lo único que explicaba por qué su ciudad había sido destruida en cuestión de segundos. La bomba generó un calor de 4.000 grados centígrados, y solo un edificio se mantuvo en pie. Hoy lo llaman el Edificio Atómico. Vista desde el cielo, Hiroshima parecía un gran trozo de carbón.

Aquello hacía suponer que la ciudad había llegado a su fin. Los japoneses estaban convencidos de que la vida no comienza en un terreno carbonizado. Los científicos estimaban que después de 70 años, quizá, algo podría volver a crecer. Por eso lo que sucedió enseguida fue recibido como un milagro.

Tras el invierno, bajo una capa leve de nieve, en la primavera de 1946 comenzó a brotar el verde. Algunas raíces, escondidas bajo tierra, habían sobrevivido al infierno. El gran trozo de carbón ya no lo parecía.

Los árboles se convirtieron en un símbolo de esperanza, en la certeza de que no todo estaba perdido. Hoy, vista desde el cielo, Hiroshima luce como una de las ciudades más modernas y vibrantes del mundo. Como si jamás hubiese estallado allí una bomba atómica.

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La historia la narra el profesor Vladimir Rouvinski en uno de los pasillos de la Universidad Icesi de Cali. Vladimir nació en Rusia hace 45 años y es docente de relaciones internacionales. También dirige el Centro de Estudios Interdisciplinarios de la universidad. Con los árboles de Hiroshima mantiene una relación especial. Ya explicará por qué. Fue él quien los trajo a Colombia, de hecho.

Vladimir llegó al país en 1997, por amor. Su esposa, también rusa y profesora de matemáticas, fue contratada como docente visitante en la Universidad del Valle, y él no dudó en seguir su camino.

En Rusia trabajaba en investigaciones sobre Asia. A finales de los años 90, el mundo aseguraba que Japón sería la gran potencia mundial, por encima de Estados Unidos, y ese cambio le fascinaba. Pero su relación con su esposa pesaba más que la supremacía entre naciones. Así que vino a Cali.

Aquí suponía que la Universidad del Valle también lo contrataría. Sin embargo, coincidió con una crisis de la institución y su cierre parcial, por lo que terminó dando clases de literatura e inglés en el Colegio Bennett y en el Colombo Británico, algo que en realidad disfrutaba. Hasta que en 2001 ganó una beca para estudiar en la Universidad de Hiroshima. Asia, de alguna manera, seguía llamándolo.

Ese mismo año, Naciones Unidas abrió una oficina en Hiroshima y a Vladimir le ofrecieron hacer allí sus prácticas profesionales. Desde su escritorio se veía el Edificio Atómico. A veces acompañaba a estadounidenses a visitar el Museo de la Bomba, uno de los sitios más visitados de la ciudad. Algunos se quedaban sin habla. Como si intentaran procesar, digerir, todo el daño que su país había causado. Literalmente se quebraban.

Parte de su trabajo en Naciones Unidas consistía en capacitar funcionarios de gobiernos en temas como la conservación de la memoria histórica, la postulación de lugares a Patrimonio de la Humanidad, la promoción de energía sostenible, el desarrollo de zonas costeras, y la reconstrucción de naciones tras la guerra. Este último tema, dice Vladimir, le ha permitido entender los procesos de paz en Colombia.

¿Pero de dónde viene su relación con los árboles de Hiroshima? El profesor suspira, como marcando un punto aparte, y se dispone a contar.

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En Naciones Unidas entabló una bonita amistad con su jefa, Nassrine Azimi, nacida en Irán y refugiada en Afganistán cuando el país aún no era tan peligroso. Una de las grandes preocupaciones de Nassrine era compartir con el mundo la experiencia de Hiroshima en la posguerra: cómo el color verde fue la señal para empezar de nuevo en una ciudad símbolo del horror, y a la vez, del perdón verdadero.

En alguna ocasión, Nassrine y otros miembros de Naciones Unidas conversaban sobre cómo llevar ese mensaje de reconciliación a otras latitudes. Así nació el proyecto Green Legacy Hiroshima —el Legado Verde—.

Voluntarios de Naciones Unidas, ciudadanos japoneses y la organización ANT comenzaron a recolectar las semillas de los árboles que habían sobrevivido a la bomba: el Ginkgo bilobaDiospyros kakiIlex rotunda y Cinnamomum camphora. La idea era entregarlas a personas con vínculos con Naciones Unidas, para que las sembraran en distintos países como símbolo de que la paz es posible incluso tras la guerra más brutal.

A Vladimir le entregaron las semillas hace un par de años, cuando ya trabajaba como docente en la Icesi y había viajado con sus estudiantes a Hiroshima en una expedición que llamó “Misión Asia”. Algunas de las semillas las sembró en su casa. Otro árbol crece en la Universidad Icesi y está por florecer. Curiosamente, da flores blancas: el color de la paz. Uno más está sembrado en la Clínica Valle del Lili, y otro en el Colegio Alemán, donde estudia su hijo.

El nombre científico del árbol es Cinnamomum camphora —alcanforero—, puede alcanzar los 20 metros de altura y también ha sido sembrado en Rusia, Países Bajos, Sudáfrica, Chile, Argentina y Singapur, gracias al Legado Verde. La Unesco le otorgó al proyecto el premio ‘Legado del Futuro’, como reconocimiento a las instituciones que promueven la paz y la memoria desde el símbolo vivo de un árbol.

Ahora, Naciones Unidas espera sembrar el árbol en Estados Unidos, como un gesto de reconciliación entre países históricamente enemigos. Un abrazo entre banderas. Pese a las tensiones que aún existen, quizá se logre. Están en negociaciones, dice Vladimir, de pie junto al alcanforero que crece en la universidad.

Vladimir toma una de sus hojas y dice que el árbol es también una representación de la resiliencia, tanto para Colombia como para Japón. Al fin y al cabo, ambos países han sufrido las consecuencias de la guerra —aunque con notables diferencias—, y ambos han intentado levantarse. O por lo menos eso intenta Colombia, con sus procesos de paz.

Una de las ideas de Vladimir y de la Universidad Icesi es contar a nivel nacional la historia de Hiroshima, cómo enfrentó sus heridas, y utilizar el árbol como prueba de que el perdón es posible incluso después de una bomba atómica. Como un aporte silencioso a la paz de Colombia.

En Hiroshima, pese a todo, hay lugares donde se exhibe la bandera estadounidense, dice Vladimir, mientras el viento sacude las hojas del árbol.

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