miércoles, agosto 21, 2013

La cachetada de Mariana







Mariana Manco, 17 años, luchó contra un cáncer de huesos. En el tratamiento quedó embarazada. Decidió suspender las operaciones por salvar a su hija.  Al final ambas murieron. Y sin embargo, Mariana siempre sonrío, nunca se quejó, afrontó la vida hasta su último aliento con felicidad plena. Como una lección. Una cachetada.  ¿Qué es en realidad un problema? 

Por Santiago Cruz Hoyos
El País - Cali

Mariana Manco Galeano. Así se llamaba. Tenía 17 años. Había nacido en Viterbo, Caldas. “Un pueblo chiquitico”. Allá hacía lo que hacían la mayoría de niñas de su edad: ir a la discoteca para menores. No se vendía trago, apenas cócteles sin licor y helados y comidas rápidas. Atrás de todo eso, la pista de baile. “Mantenía llena”.

Mariana también estudiaba en La Milagrosa. Estaba en noveno grado. Era una vida tan normal. Hasta que se golpeó el brazo izquierdo. Un poco más arriba de la muñeca. Se golpeó y ya nada volvió a ser como antes.

Mariana sintió dolor, se sobó, siguió su vida. Pero ahí en el antebrazo empezaron a suceder cosas extrañas. Una bolita, primero. Salió una bolita “chiquitica”.

Mariana se la tocaba, se la molestaba, pero no le dolía. Se la molestaba porque tenía miedo, decía. A Lucero, su mamá, le comentaba que la bolita era muy rara. Y después, a los 20 días, le empezó a doler. Mariana perdió fuerza en la mano.

Entonces acudió a la sobadora del pueblo. Ella le dijo que tenía los tendones recogidos. Se los puso otra vez en su sitio, pero le advirtió que la bola efectivamente era muy extraña. Después de tres días seguidos de haberla sobado, no reducía su tamaño.

La bola se puso tan grande como una pelota de tenis. Entonces Lucero, la mamá de Mariana, la llevó al hospital.

Sin tener idea qué diablos tenía, la enyesaron. Todo el brazo izquierdo, hasta el hombro. Mariana lo contaba un año y medio después y en vez de insultar al burdo que lo hizo, se reía. Mariana, a pesar de todo, siempre se reía.

Cuando la enyesaron fue una noche horrible. A la mañana siguiente, la enviaron hasta Pereira, a una hora de Viterbo. Tenían que hacerle una radiografía. Los médicos tardaron horas para quitarle el yeso.  En la radiografía salió una especie de sombra en el hueso del antebrazo, en el radio exactamente.

  - Parece un tumor óseo – dijo el ortopedista.

Mariana y Lucero se asustaron. Los médicos decidieron investigar aún más. Le hicieron una resonancia y una escanografía ósea. Mariana, mientras tanto, sentía un dolor insoportable. Le aplicaron una inyección.

Era la primera vez que se enfermaba. La primera vez que pisaba un hospital como paciente. Días después, en octubre de 2012, fue remitida a Cali. Tenía algo grave.

Mariana recuerda que eran las cinco de la tarde cuando le hicieron la biopsia. Al otro día le dieron la noticia: tenía cáncer en el radio del antebrazo izquierdo. Osteosarcoma, un tipo de cáncer en los huesos que le da sobre todo a niños y adolescentes. Y es agresivo. En cuerpos en crecimiento, debido a la proliferación de células, ese cáncer es agresivo.

La doctora que se lo dijo no tuvo tacto. Mariana contó que fue cruel. Que la doctora le dijo que le iban a hacer quimioterapias y que se le iba a caer el pelo, que iba a vomitar. - Fue como una puñalada - .

Mariana lloró. Después se calmó. Si el tratamiento es lo mejor para mí, empecemos, dijo. Era una luchadora, ante todo.

Mariana decía incluso que la que empezó “a chillar” cuando se le cayó el pelo fue Lucero, su mamá. Ella en cambio empezó a vivir feliz con su calvita. Mantenía mostrando la calva por todo lado, decía y se volvía a reír.

Y la operaron. Le cambiaron el hueso, el radio, le pusieron otro, se lo unieron con platinas y tornillos, le sacaron esa pelota de tenis. Y en el antebrazo no le volvió a dar cáncer.

Mariana pensó que todo había pasado. Transcurrieron meses. Ocho, casi. Y sin embargo el cáncer hizo metástasis. Apareció otra bolita. Esta vez en la axila izquierda. Mariana pensó que era un ganglio. Tenía la esperanza que solo fuera eso. Era definitivamente cáncer.

Y al mismo tiempo sucedió algo aún más inesperado. Mariana quedó embarazada. Ella decía que era un milagro. Por las quimioterapias, le habían asegurado los médicos, no podría tener hijos. Y sin embargo tenía una niña en su vientre: Guadalupe. Mariana le puso ese nombre porque era muy devota de la virgen. - Mi hija es una bendición - , decía contenta, entusiasmada.

Mariana tenía la extraña capacidad de mantenerse feliz casi siempre y eso hacía que otros se cuestionaran, se miraran su propia vida. Mariana quizá no lo pensaba, pero era una mujer sabia.

El papá de Guadalupe era su novio, Diego Alexander Novoa. En la casa de Mariana todos le dicen Alex. Llevaban cuatro años juntos. Alex la conocía de siempre en el pueblo. Hasta que una vez, cuando Mariana iba en la calle caminando con una prima, él se acercó en su moto y le preguntó sin miedo:

- ¿Te puedo visitar hoy?

Y sí. Llegó muy puntual, a las 8 de la noche, y la visita fue en la sala. En el medio de los dos, por si acaso, se sentó el hermanito de Mariana. Otra vez soltaba la carcajada cuando lo contaba. -Seguro fue enviado por mi mamá-, decía.

Y ella y Alex empezaron a salir, llegaron las ferias de Viterbo, bailaron, se enamoraron.  Mariana, mucho tiempo después, entonces, quedó embarazada.

Los médicos sin embargo le decían que debía practicarse un legrado. Con el bebé en su vientre, no podía ser operada de ese cáncer que estaba invadiendo no solo la axila sino también el seno izquierdo. Además existía el riesgo de que la bebé naciera con malformaciones debido a las quimioterapias.

Mariana, antes de decidir qué hacer, pidió que revisaran a la niña. Y los exámenes salieron perfectos.

Mariana decidió seguir con Guadalupe en el vientre. Un aborto, decía, es un pecado. Guadalupe es una vida por la que hay que luchar. Mariana quiso entregar la suya por la de su hija. Decidió no operarse.

Sin poder seguir con el tratamiento, la enfermedad avanzaba. El embarazo, los cambios hormonales, hicieron además que el cáncer se volviera aún más agresivo. Mariana llegó a tener un tumor tan grande como un balón al costado izquierdo de su espalda y soportó dolores intensos que la desesperaban. Y sin embargo luchaba. Era la pelea entre la vida, Guadalupe, y la muerte.

Su plan era tener a su hija a los 7 meses del embarazo, para después seguir con su tratamiento, que le sacaran el mal de raíz, casarse con Alex, vivir juntos, estudiar psicología en salud, ayudar como la ayudaron en la Fundación de Cuidados Paliativos de Cali. Mariana daba la pelea, soñaba, hacía planes, aunque los especialistas sabían que no tenía posibilidades de sobrevivir.

Su caso era grave no solo por la enfermedad sino porque el tratamiento no hizo efecto. Es decir: aunque se siguieron los protocolos para tratar la enfermedad, nada funcionó. “Refractario al tratamiento”, decían los especialistas.

Mariana contó esta historia en una de las camas de la Fundación de Cuidados Paliativos. En las paredes había una foto de la virgen de Guadalupe, otra de la Santa Laura Montoya, y Mariana en la cama que aunque respiraba con dificultad, como ahogada, como cansada, nunca dejó de reírse. Hasta se sonrrojaba cuando le decían que las pecas de su rostro la hacía ver mur bonita. A Mariana no le gustaban sus pecas.

- ¿Por qué quieres dar a conocer esta historia?

- Porque es una historia muy bonita. Por eso quiero contarla. Es para que la gente la lea y reciba un mensaje.

Mariana decía que no nos podemos dejar derrotar por problemas que al fin y al cabo son pasajeros. Esa enfermedad, pensaba, era pasajera. Sentía dolores muy fuertes, sí, pero más adelante tenía que haber una sorpresa, algo grande, algo bonito. Como Guadalupe. Uno no se puede dejar derrotar por nada, decía Mariana. Aunque uno esté enfermo, hay que estar feliz. Porque la vida es una sola y hay que vivirla. Eso también lo quería dejar escrito en un libro.

Hace dos semanas Guadalupe falleció. Permaneció en la incubadora unos días pero no aguantó. Nació a las 24 semanas de gestación.  Los planes era que naciera a las 28. Días después, falleció Mariana, aunque se hizo todo para salvarla. El Centro Médico Imbanaco dispuso un equipo de especialistas para su caso. Sus ganas de vivir, su gesto de amor por Guadalupe, hicieron que allá en la clínica la admiraran, dieran todo por ella.

Uno de sus médicos, Carlos Andrés Portilla, contó que Mariana afrontó la vida hasta su último aliento con felicidad plena y eso que no alcanzó a ver a Guadalupe, solo en fotos, no alcanzó tampoco a leer esta historia pero nos dejó una lección. Como una cachetada.



viernes, agosto 09, 2013

Greg, el fotógrafo estadounidense que ama a Siloé





Greg Ebersole trabajó en periódicos con los que viajó a 44 países, se quedó sin empleo, llegó a Cali para enseñar inglés, se topó con Siloé, esa montaña a la que muchos temen y que él recorrió palmo a palmo para tomarle fotos que se expusieron en la Biblioteca Departamental.

Por Santiago Cruz Hoyos
Foto Cortesía Greg Ebersole
Una versión de este texto fue publicado en El País - Cali

Greg Ebersole quería fotografiar a doña Chon. Había leído su historia en un periódico popular. Ahí se decía que doña Chon era la curandera más anciana de Siloé. Según el artículo, tenía 107 años y muchas leyendas.
Greg sintió curiosidad. El problema era llegar a la casa de doña Chon. Pichi, su guía por Siloé, le dijo que el sector en donde vivía la anciana era muy peligroso. - Hay enemigos- .
Pasaron varios días. Y sin embargo Greg siempre hablaba de lo mismo con Pichi: la foto de doña Chon. Sucede con fotógrafos, periodistas, escritores: cuando un tema despierta el instinto, la emoción, la curiosidad, no es posible dejar de pensar en él.
Greg pudo volver a estar tranquilo gracias a unos tragos.   Pichi, un día cualquiera, después de haberse tomado unas copas de aguardiente, lo llamó a su celular.   Le  dijo muy decidido: - Vamos. Vamos para la casa de la curandera -. El alcohol lo hizo sentir intocable.
Dos moto taxis los llevaron hasta un punto y después caminaron rápido. Pichi preguntó en la calle dónde vivía doña Chon. Cuando tocaron la puerta, ella se asomó por la ventana. Tenía miedo. ¿Qué demonios hace un fotógrafo estadounidense en mi casa? ¿Por qué me quiere tomar fotos?
Greg le explicó. Llevaba cinco meses yendo a Siloé dos o tres veces por semana. Incluso había pasado un par de noches. Estaba haciendo un documental sobre la cotidianidad del lugar. Quería contar en fotos cómo es la vida en esa montaña que allá abajo, en la ciudad, todos dicen que es peligrosa. Greg en cambio se sentía a gusto. A veces subía solo.
Doña Chon no estaba muy convencida, pero se dejó fotografiar ahí, asomada a la ventana. Primer plano de sus arrugas, su mirada seria, labios gruesos y apretados, su mirada desconfiada, el fondo negro. Una gran postal.
-. Conversando con doña Chon, supe que tenía 99 años, no 107 como publicó el periódico - dijo Greg. El fotógrafo estaba en la Biblioteca Departamental de Cali, donde expusieron su trabajo. La exposición se llamó ¡Te Amo!, Siloé.
- ¿Amas en realidad a Siloé?
- Sí, lo amo.

II

Greg Ebersole, gafas, cabello blanco, delgado, alto, debe ser un hombre vanidoso en algunos asuntos. No revela su edad. Quizá tenga 55, un poco más, quién sabe. Él dice que el dato es un secreto.
Greg nació en Estados Unidos y allá se hizo fotógrafo. Durante 30 años trabajó para periódicos y revistas. Viajó a 44 países haciendo fotos. A veces, también, escribía las historias.
En Nicaragua estuvo cubriendo el final del conflicto entre Los Contras y el gobierno del Frente Sandinista de Liberación Nacional. En Bosnia hizo un reportaje centrado en una mujer encargada de un hospital en ese país en guerra. Conoció México, Ecuador, Uganda. 
Pero sucedió que los periódicos empezaron a despedir gente. El Chicago Suns Times, por ejemplo, despidió a todos sus fotógrafos y les entregó un Iphone a sus periodistas para que ellos mismos hicieran las fotografías de sus artículos. Entre los despedidos estaba John H White, 68 años, ganador del premio Pulitzer. A Greg aquello le pareció un acto cercano a un crimen.
Cuando sucedió lo de John, Greg también se había quedado sin empleo, aunque no trabajaba para el Chicago. Fue en 2009. Y sin embargo no se encerró a llorar o a lamentarse de su mala suerte y la caída en picada de los periódicos. Pensó en cambio que estar libre era una oportunidad espléndida para hacer algo distinto a lo que llevaba haciendo por tres décadas.
Recordó enseguida un viejo sueño: vivir en otro país. Se le ocurrió justamente Colombia. Ya había venido, le había gustado Cali. Greg quizá quería una vida mucho menos agitada y costosa a la que tenía en Estados Unidos. Vendió sus cosas, alquiló su casa, viajó.
Su idea en Cali era dar clases de inglés. Los muchachos que iniciaban el aprendizaje no terminaban porque simplemente no querían o no tenían dinero. A Greg tampoco le gustó demasiado enseñar y se dijo que al fin y al cabo su vida era tomar fotos, no importa que fuera un fotógrafo sin periódico, sin revista dónde publicar. Entonces volvió a disparar sus cámaras.
Un  profesor le habló de un pueblo desconocido que quedaba cerca de Cali: Bocas del Palo. Greg sintió esa curiosidad. Pasó por la cárcel de Jamundí, atravesó un río, encontró el pueblo. En Bocas del Palo viven 800 afrocolombianos que Greg fotografió en sus quehaceres, su vida diaria, una comunidad que en pleno Siglo XXI depende del río para sobrevivir. Eso, sobre todo, fue lo que despertó su interés.
La Directora de la Biblioteca Departamental conoció el trabajo, le propuso a Greg que hiciera una exposición. Greg aceptó y de Bocas del Palo llegaron buses con la gente que se quería ver retratada. Fueron a la apertura de la exposición con su propia comida, el fiambre, y así celebraron que un fotógrafo “gringo” los hubiera sacado del anonimato por unos días. “Un pueblo al sur del Valle enamoró el lente de un estadounidense que visita a Colombia”, tituló un diario.
Pero Greg no pierde su capacidad de asombro. Es curioso. Una curiosidad casi infantil. Sus amigos le hablaron de un lugar al que le recomendaban no ir, sobre todo con ese acento extranjero: Siloé. - Te roban – le decían.
La advertencia despertó el interés de Greg. Fue como sangre para tiburón. Y un día lo decidió. Caminar desde Miraflores, el barrio donde vive,  hasta Siloé “a ver qué pasaba”.
Llegó a La Nave, zona baja de la montaña, caminó por ahí y nadie lo determinó, nadie lo robó, nadie le dijo nada. Greg pensó que allá arriba había un mundo que él tenía que fotografiar.

III

Greg sabía en todo caso que a la parte alta de Siloé no podía ir así no más. Contactó guías. David Gómez, director de un museo de la zona, lo acompañó primero. Carlos Mosquera, Pichi, entrenador de fútbol, fue su escudero después.
Con una cámara pequeña, que le cabía en el bolsillo del jean, hizo el trabajo. Era mejor no llevar el equipo profesional, le recomendaron, aunque Greg no se sintió amenazado. Una vez incluso le presentaron un “assasins”, dice Greg. En realidad era un sicario. Greg también se hizo amigo de algunos muchachos que allá arriba llaman asesinos. Era mejor caerle bien a los malos, pensó.
Greg fotografió a mujeres futbolistas. En Siloé, las mujeres juegan fútbol. Los equipos juveniles tienen por lo menos cuatro entre sus integrantes.
En las noches, fotografió a parejas que se besaban con la vista de Cali de fondo. El amor en Siloé es posible a pesar de todo. Y los domingos le tomaba fotos a un grupo de música popular. 
Greg también estuvo en un matrimonio celebrado en una iglesia pentecostés, siguió a un “reparador de zapatos”, pasó tardes en un cementerio en el que son los padres los que entierran a sus hijos, fotografíó a niñas de 13 años embarazadas, le tomó fotos a los carretilleros que transportan materiales de construcción por calles tan delgadas en las que solo se puede ir a pie o en caballos a los que les hacen peinados de jugadores de fútbol como Neymar.
Como en Bocas del Palo, en Siloé a Greg le sorprendió sobre todo eso: en una ciudad que se moderniza, los caballos son la única alternativa para que algunas personas se puedan transportar. El tiempo detenido en la modernidad. Eso lo enamoró de Siloé y su gente. Que fueran en cierta manera excluidos de la sociedad quizá también haya sido una razón para pasarse meses con ellos, como uno más de la montaña.
Su trabajo en Siloé se expuso en la Biblioteca Departamental. Ahora, Greg  recorre la zona entregando las fotos a sus protagonistas, que se ven como en una portada de revista y se ponen contentos. Esas fotos, advierte, no se venden. Es otro gesto de amor por Siloé.
Quizá también por una ciudad y un país en el que inició una nueva vida después de quedarse sin empleo. De Cali y Colombia, Greg hizo un libro con sus mejores fotos. Lo tituló: The Shutter Never Stops. Traduce “el obturador nunca se detiene”.