miércoles, enero 03, 2007

Don Guillermo Cano: el gladiador de la verdad




Por Santiago Cruz Hoyos
Infranqueable. De carácter indestructible. Recio. Amante de la palabra, del buen periodismo. Gladiador de la verdad. Así era don Guillermo Cano Isaza, el director de El Espectador que en diciembre de 1986, hace ya 20 años, fue asesinado por ejercer su oficio a carta cabal, sin resquebrajamientos, sin miedos, sin tapujos. Ese fue su único “error”.


Don Guillermo, desde su columna Libreta de Apuntes, que se publicaba sagradamente en las ediciones dominicales de El Espectador, criticó y desnudó al narcotráfico con vehemencia, considerándolo como una de las desgracias más graves que padecía Colombia.


Y desde su periódico y sus columnas libró una batalla sin contemplaciones contra ese flagelo. “Emporio de cocaína, muerte y dólares”, titulaba El Espectador el 5 de diciembre de 1986, en un informe que desvestía la estructura, operaciones y delitos del cartel de Medellín. Días más tarde el informe especial titulaba: “De cómo se tomó el mercado norteamericano”, en donde se daba cuenta a la opinión pública de la manera en que los narcos, a la cabeza de Jorge Luis Ochoa, Pablo Escobar, Carlos Lehder, Gonzalo Rodríguez Gacha, entre otros, traficaron con droga en Estados Unidos.


Don Guillermo quizá firmó su sentencia de muerte el 25 de agosto de 1983, tres años antes de su muerte. Ese día El Espectador, en primera plana, titulaba: “En 1976 Pablo Escobar estuvo preso por drogas”. Según las crónicas de la época, la edición del periódico fue recogida en Medellín en pocas horas y se pagó cifras especiales por cada ejemplar.


Días después, el 6 de septiembre, se publicó la primera entrega de un trabajo titulado
“Revelaciones sobre Pablo Escobar”. Allí se informaba de la existencia de un proceso penal por narcotráfico contra Escobar, en esos años congresista de la República, y Gustavo Gaviria, su primo. 17 días después se dictaba la orden de detención contra el narco. Don Guillermo estaba sentenciado.


Las amenazas de muerte, que le llegaban en telegramas, siempre las negó. Jamás quiso ser escoltado y su única arma, como diría el cronista Germán Santamaría, era su máquina de escribir. Era la palabra.


La historia de su muerte ya se conoce. Ocurrió a las 7:15 de la noche, un 17 de diciembre de 1986, frente a las instalaciones de El Espectador. Iba en su camioneta Subaru, sobre la Avenida 68 con calle 22. Mientras hacía un giro en U para dirigirse al norte, a su casa, recibió ocho impactos de bala. Los sicarios que le segaron la vida se movilizaban en moto. El carro de don Guillermo se estrelló contra un poste situado en el andén oriental de la avenida. Ahí llegó la muerte. Al siguiente día, en medio de un país conmocionado, los medios se silenciaron. No circularon periódicos, la radio no se escuchó y la televisión no se vio. Dos días después El Espectador escribió: don Guillermo Cano, el único hombre en la historia que fue capaz, ayer, de hacer que los colombianos volvieran a escuchar el silencio…


Entre la verdad y la vida… la verdad


Gabriel García Márquez, uno de los buenos amigos de don Guillermo, escribió que lo que más le sorprendía del director de El Espectador era la rapidez con que reconocía la noticia.

“Una tarde, minutos antes de que el periódico entrara en las máquinas, se desplomó sobre la ciudad un aguacero torrencial como recuerdo muy pocos. La sensación de fracaso fue completa para quienes acabábamos de meter al horno nuestro pan de cada día. Nada había que hacer, salvo contemplar el agua por la ventana, hasta que Guillermo Cano se volvió a decirnos: Este aguacero es noticia. Empezó a dar órdenes, mandó a los fotógrafos para la calle, encomendó a cada redactor una investigación relacionada con su especialidad. Al fin él mismo se sentó a la máquina, e hizo en una cuartilla simple una síntesis magistral del desastre de tres horas que acababa de ocurrir. Cuando escampó, a las seis de la tarde, la edición completa del aguacero había reemplazado a la del día, y salió al encuentro de los lectores empapados que aún no lograban regresar a sus casas en una ciudad desordenada por la tormenta”.


José Salgar, uno de los grandes periodistas de este país y subdirector de El Espectador en la década de los 80, recordó en su columna El Hombre de la Calle la obsesión que tenía don Guillermo, o don ‘Guiller’, como le decían en la redacción, por los títulos de las noticias publicadas en primera página. Y ahora, ¡la naturaleza!, tituló don Guillermo cuando sucedió la tragedia de Armero. Luna…Luna…Luna… tituló el día de la llegada del hombre al satélite de la tierra. Holocausto en la Justicia cuando aconteció la toma al Palacio. Por eso, dice Salgar, cuando ocurrió su asesinato, y ya no estaba él para los grandes titulares, “no tuvimos otro remedio que publicar un titular obvio: Asesinado el director de El Espectador”.


Hernando Santos Castillo, otro de sus entrañables amigos, escribió que don Guillermo era “un director periodístico de hondo calado. Percibía la noticia con velocidad. Por sobre todo la interpretaba y la reflejaba en sus escritos, con un gran sentido político”. Y más atrás decía: “era un hombre introvertido, tímido, ajeno a los acontecimientos sociales y en el fondo, enemigo de todo protocolo”.


En las crónicas que se publicaron después de su asesinato sus demás compañeros, como Carlos Murcia, lo recordaban, por ejemplo, por ser “un comprador irreductible de lotería”, la misma que le compraba a ‘Mala Suerte’, un lotero de 79 años llamado Santiago Aguilar. También se recordaba su trato paternal con los empleados del diario, su amor eterno por Santa Fe, y las ‘peleas’ con Ernesto Muñoz Neira, diseñador e hincha de Millonarios, a quien don Guillermo acusaba de darle más espacio y titulares más grandes al ballet azul que a su equipo del alma.


Tal vez la definición más certera y concreta sobre don Guillermo la escribió Maria Jimena Duzan en su tribuna en El Espectador Mi Hora Cero. Escribió María Jimena que entre la verdad y la vida, don ‘Guiller’ siempre escogió la verdad. “Así era él, de una pieza”. Y recuerda la sentencia y la lección que les dejó a quienes tuvieron el privilegio de trabajar a su lado: una vida de espaldas a la verdad no vale la pena.


Para quienes apenas empiezan a caminar por el mundo del periodismo la lección que dejó don Guillermo es la misma. Sólo que no está él para decirla. Sin embargo, en sus Libretas de Apuntes, hoy amarillas por el paso del tiempo en las hemerotecas, su sentencia aún palpita. Una vida de espaldas a la verdad no vale la pena. Paz en su tumba.

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