jueves, julio 23, 2009

Taller de crónica con Juan Pablo Meneses


Este periodista chileno se ha dedicado a recorrer el mundo para vivirlo y narrarlo a través de crónicas. GACETA habló con él, lo encontró en Internet en su 'ciudad base', Buenos Aires. Entrevista sobre cómo escribir historias memorables.


Por Santiago Cruz Hoyos

Periodista de GACETA


Está sentado en el computador 18 del locutorio Lima 7, ubicado entre Rivadavia y Avenida de Mayo, en Buenos Aires, Argentina. Acaba de llegar a su “ciudad base”, después de un vuelo desde su país natal, Chile. Esa es su oficina. En realidad cualquier cibercafé del mundo y cualquier computador con conexión a Internet es su oficina.


Se llama Juan Pablo Meneses. Es periodista. Anda por los 40 años, ha publicado cuatro libros de periodismo literario y su historia es conocida. Un día cualquiera del año 2000 decidió que su destino consistía en recorrer el mundo para vivirlo y después contarlo a través de crónicas. Periodismo ‘free lance’ en su máxima expresión. Periodismo portátil, como lo llama él.


Entonces, con la plata que se ganó en un concurso de crónicas organizado por la revista Gatopardo, compró un ‘laptop’ y una cámara digital y se embarcó en la aventura. De eso hace 9 años. Ha estado en Vietnam, en Barranquilla, en Etiopía, en la Antártida, en las zonas desérticas de Dakar. Incluso, pensó en ir al espacio y escribir la gran crónica de los planetas, pero el proyecto fracasó. La lista de viajes es larga.


Pero siguen. En esa aventura ha estado cerca de la Señora Muerte varias veces. En el 2003, en plena crisis económica argentina y en mitad de la reportería de una crónica sobre los documentalistas de la pobreza, un tipo drogado por aspirar pegamento le apuntó a la cabeza con una pistola y lo robó. “Cuando un tipo te apunta a la cabeza con un revolver tratas de mantener la calma, pero las rodillas se mueven solas, sin que se lo digas”, revela.


En Vietnam, a donde fue a escribir sobre los 30 años del fin de la guerra, casi muere en el aire. Estaba como pasajero en un vuelo entre Ho Chi Minh y la ciudad de Danang. Cuando estaban aterrizando, el avión entró en medio de una tormenta eléctrica y un rayo rozó el ala. El aparato perdió el equilibrio. Pasó un susto. Sin embargo, cree que lo que le ha hecho más mal a su salud sucedió mientras escribía el libro ‘La vida de una vaca’. “Durante la escritura de ese libro sentí que tenía a mi vaca dentro de la cabeza. Me había comprado una vaca, 'La negra', para comérmela, y sentía que ella me estaba comiendo a mí”, cuenta desde ese computador 18.


En ese peregrinaje suyo por el mundo lo ha probado todo. En Asia comió perro, en África flores y en Colombia arepas. “Y en todos esos lugares, por raro que suene, para la gente de cada lugar era comida muy común. El periodista portátil debe saber comer de todo, y con eso me refiero que no sólo debe estar acostumbrado a comer cosas extrañas o en sitios de bajo presupuesto, sino también en exclusivos restaurantes. Hace un año, enviado por la revista SoHo, me fui a Etiopía, al país de la hambruna, sólo para comer en los restaurantes más caros. Esa crónica era muy representativa del periodismo portátil: en la tarde podía comerme un pastel en una cafetería pobre del centro del país de la pobreza, y en la noche estaba en el restaurante indio de uno de los hoteles más lujosos del mundo, el Sheraton de Addis Abeba”.


A esa aventura de periodista nómada se lanzó después de leer la novela ‘Historia abreviada de la literatura portátil’, de Enrique Villa Matas. El dato lo confesó en un ensayo suyo titulado ‘Periodismo portátil, o cómo sobrevivir escribiendo historias por el mundo’, en el que agregó: “el periodista portátil debe escribir, escribir y escribir. Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre, recomendó alguna vez Augusto Monterroso, posiblemente el escritor más portátil de la historia”.


La premisa la ha aplicado al dedillo. Durante todo un año escribió una columna de consejos sentimentales en la revista femenina Glamour. La columna era leída por 100 mil mujeres entre 15 y 28 años de todo Latinoamérica. “Pese a ello, jamás he sido un experto. No puedo dar consejos para tener novias, ni para retenerlas. No sé cuál es el mejor trabajo para tener una novia para toda la vida. Si estás buscando consejos para tener un gran amor, sólo puedo decirte que tienes bastante de un periodista portátil: eres un romántico”, me dice después de preguntarle cómo es el asunto del amor en un hombre que no tiene una residencia propia. “Es difícil tener novia, pero no sólo para mí. Aunque no es difícil tenerlas, si uno está dispuesto a fracasar. A diferencia tuya, yo me pregunto si es posible tener un amor, sin vida nómada. Pasando todos los días en la misma casa, en la misma ciudad, con los mismos temas y con el mismo paisaje todos los días de toda la vida”, agrega.


No hay caso. El asunto del amor es difícil de cualquier manera. Pero de eso no se trata esta entrevista. A pesar de tanta aventura, de recorrer el mundo contando historias, curioso, Juan Pablo Meneses no recomienda alistarse en las filas de los periodistas portátiles. “Desmoralizo a los estudiantes de periodismo que sueñan con una vida de viajes, aventuras, mujeres vaporosas, carreras de autos y guerras crueles en países exóticos, y que ven en el reportero independiente una suerte de último héroe en tiempos dominados por los grandes multimedios. No sólo eso. Les cuento que en este negocio se paga poco, mal y tarde. Que no hay contrato fijo, que se vive de lo que se produce, que trabajar sin horarios equivale, finalmente, a estar todo el tiempo conectado”, escribió.


Pero él sigue viajando y escribiendo. Ya sabe lo que es trabajar en una redacción o en una oficina y eso no va con él. “Nunca he visto gente más sola que aquellos que, teniendo casa y mujer, se quedaban jugando el solitario para no volver a casa”.


Le falta conocer Cali, aunque una caleña ya intentó enseñarle a bailar salsa y comprobó que sí, las caleñas son como las flores. El segundo semestre de este año, anuncia, estará por estas tierras.


Por el momento, mientras alista un nuevo viaje al país, empieza a responder preguntas para GACETA desde ese computador 18 del locutorio Lima 7, en Buenos Aires, Argentina. Diálogo sobre cómo escribir historias memorables.


Juan Pablo, ¿qué es una buena crónica?


Una buena crónica es aquella en la que el autor le puede responder al lector lo que yo llamo ‘la doble pregunta’: ¿qué nos quieres contar? ¿qué nos quieres decir? Por lo mismo, una buena crónica cuenta y dice. Una buena crónica es una historia real que considera a la noticia una anécdota y a la anécdota la noticia. Una buena crónica no envejece, como la mayoría del periodismo. Una buena crónica es aquella que no busca dar un golpe periodístico, sino que tiene una ambición mayor: dar un gran golpe para quedarse con un botín. Estoy convencido de que para asaltar un banco se necesitan los mismos elementos que para hacer una buena crónica. De eso trata la teoría de El Gran Golpe que planteo: cómo hacemos para quedarnos con un botín, que en el caso de un texto, consiste en la historia más escondida y valiosa.


¿Y cómo debe ser un buen cronista?


Un buen cronista debe cuidarse de no dar golpes bajos. Soy un militante anti cronista-miseria. De esos cronistas que, si bien las ONG llenan de fondos y las fundaciones premian una y otra vez, no hacen más que revelarnos una realidad en blanco y negro, entre buenos y malos, con los pobres como anzuelo de reconocimientos y becas.


Esa es la descripción del anti cronista... ¿y el verdadero cronista?


El verdadero cronista debe escarbar en las miserias íntimas de todos nosotros, de ricos y pobres, de blancos y negros, de gente del norte y del sur. Un tipo que sale a cazar una historia que nos conmueva a todos, no sólo a quienes dando un poco de limosna sienten su alma a salvo. Una persona cuyo texto debe tener, al menos en ambición, la idea de hacernos pensar otra vez. Y de otra manera.


Hablemos de los temas. ¿Cualquier tema puede ser una gran historia?


Hay una crisis de temas. Los temas siempre son los mismos, igual que en las canciones, lo que cambia es el enfoque y la interpretación. La crisis de temas de hoy se debe a que todo se enfoca igual, se toca igual, se escribe igual. Por eso es tan importante que aparezcan nuevos cronistas, con nueva voz, con nuevo timbre, para que toquen de otra manera los mismos temas de siempre. No hay que olvidar que la crónica es un género de autor, pero ser autor no sólo consiste en escribir largo, publicar en alguna revista específica, o conseguir una beca en algún taller en Cartagena. Autor significa, entre otras cosas, tener algo qué decir y poder hacer una crónica de cualquier historia.


¿Cómo elige los temas Juan Pablo Meneses, cómo detecta la historia?


Las historias aparecen en el lugar menos esperado. Pero cuando aparecen, uno ya no la puede soltar. Cuando ves una historia que te atrae, que te llama, que te desafía, que te pedirá lo mejor de ti, y que te permitirá escribir lo que tienes para decir, ya no vuelves a vivir tranquilo. No te quedas en paz, hasta que logras dejarla recostada sobre el papel.


¿Y el tiempo? Son pocos los periodistas que de verdad tienen el tiempo suficiente para escribir una crónica.


Hay dos quejas oficiales de los cronistas a las que me opongo: falta de tiempo y falta de espacio. Hoy nadie tiene tiempo. A nadie le sobra tiempo, y a nadie se lo regalan. Por lo mismo, creo en las historias entretenidas, que no hagan perder tiempo con discursos ni con especialistas ni con abuso de estadísticas. Historias donde la investigación no aplaste el relato, ni las ideas queden postergadas por una encuesta. Si uno no es capaz de robarle tiempo a su vida privada para escribir una historia que te enamora, es mejor dedicarse a otro tipo de periodismo que no se haga bajo presión.


Por otro lado, ¿cuáles consejos puede dar desde su experiencia para investigar una historia?


Cada historia tiene su afán. Ninguna es igual. Pero si se trata de dar consejos de investigación, daría dos bien simples. El primero: no buscar siempre lo obvio, no recorrer la misma pista de todos, tratar de pensar qué falta investigar del tema y puede servir al relato. Y lo segundo: la investigación NUNCA es lo más importante. Jamás debe serlo. Esto no es periodismo de investigación que conmueve con las cifras, sino que es periodismo narrativo que conmueve con nuestras miserias.


Hablemos de la estructura de la historia. He escuchado que frente a este tema tiene una teoría, la Teoría del Tren. ¿En que consiste?


Más bien es un método. Es el ‘Método del tren’ para armar estructuras portátiles de textos. Es un método que explico en los talleres en vivo y en el curso online. La idea de este método es no perdernos cuando nos lanzamos a escribir una historia de 20 mil caracteres. Es un antídoto contra la hoja en blanco. Y si bien aquí no hay espacio para entrar en detalles, el propósito del ‘Método del tren’ es pensar la historia antes de escribirla. Es poder resumir toda la crónica en cinco líneas. Para eso ya debes tenerla en la cabeza.


¿Y las formar de contar? ¿Puede la crónica convertirse en literatura? ¿En qué consiste la Teoría del Ornitorinco?


La Teoría del Ornitorinco de Juan Villoro plantea que la crónica tiene partes de muchos géneros, como el ornitorrinco tiene de varios animales. Estoy bastante de acuerdo. En ese sentido la forma de contar una crónica es libre, absolutamente libre, siempre que se cuente bien y no se transforme en absurdo. Soy un defensor de las apuestas en las formas de contar. Me gusta jugar con las estructuras narrativas, y es más, creo que cada vez es más necesario si pensamos en un mundo ‘online’.


Cambiando de tema, ahora hablando de su trabajo como periodista portátil, ¿cómo narrar mundos desde una lengua ajena a esas historias? ¿Los intérpretes sí son confiables?


Estar en una ciudad donde todos hablan un idioma del que no entiendes nada, y todos los carteles e indicaciones te parecen chino, puede sonar aterrador para muchos. Pero créeme que también puede ser maravilloso. Poder sobrevivir, tratar de comunicarte, no saber lo que pasa suele ser algo muy especial. Personalmente, me gusta abordar temas universales. No soy de entrevistarme con autoridades, embajadores, ni usar intérpretes. Me gusta leer de los sitios donde voy, y especialmente vivirlos. No creo mucho en los intérpretes, pero a veces pueden ayudar. No creo en que se necesita ser un políglota polaco, como Juan Pablo II o Kapuscinski, para conocer los 5 continentes. Además, en todo el mundo se habla inglés y en todos lados hay Internet.


¿Se puede vivir dignamente de contar historias?


Supongo que eso depende de qué entienda cada uno por “dignamente”. Para algunos, “dignamente” puede ser mucho dinero. Para otros, “dignamente” sea vivir sin cagarse al vecino y haciendo lo que a uno le gusta. El tema del dinero es complejo, porque obviamente va más allá de una cifra y depende de cada uno. Si alguien tiene el dinero de motivación, no debería dedicarse a escribir historias (ya sabemos cómo se vive en el periodismo).


¿Cómo es su rutina, o ritual, para escribir?


Me gusta comenzar a trabajar en la mañana, y sin hora de término. Sólo eso. Su próximo libro será lanzado en 2009 y usted dice que Colombia juega un papel clave.


¿De qué se trata este libro?


Es una gran crónica de Latinoamérica, para la que recorrí muchos países de la región. El recorrido tiene 4 países eje: Chile (país donde nací) Argentina (donde parte el viaje y donde vivo) Colombia (donde siempre quiero volver) y México (donde termina el viaje). Pero además, es importante, porque el libro saldrá por el sello Norma Colombia. Sin olvidar que cuando hablo de Colombia lo hago con conocimiento de causa: yo he sido colombiano por un día.Por último, supongamos que tiene 80 años y no desea viajar más. De todos los sitios que ha visitado, ¿cuál escogería para vivir? Cualquiera donde me sienta bien. No creo en los países, ni en las ciudades, sino en los momentos que uno vive en determinado lugar. Seguramente, esté en el lugar que esté, podrán encontrarme en mi oficina portátil: www.juanpablomeneses.com

Historia de un cronista del poder


Este es el relato de lo que fueron cuatro días entrevistando, escuchando y observando al periodista norteamericano autor de libros como ‘La caída de Bagdad’ o la biografía ‘Che Guevara, una vida revolucionaria’. El escritor de nómina de la revista The New Yorker estuvo en Bogotá, invitado al Festival El Malpensante, que terminó a finales de junio.


Por Santiago Cruz Hoyos

Periodista de Gaceta

Foto: Foto: Luis Eduardo Noriega Arboleda, Colprensa.



Jon Lee Anderson entra a la terraza del hotel Radisson de Bogotá serio y vestido completamente de negro. Saco, pantalón, medias, zapatos. Camina despacio, luciendo su barba característica, sus lentes y un cansancio que no puede ocultar. Por eso, quizá, su seriedad extrema inicial. Se acaba de bajar de un avión después de atravesar todo el Atlántico junto a su hija Rosie, y según su BlackBerry debería estar dormido hace varias horas: el teléfono le indica que en Dorset, Inglaterra, donde vive, son casi las tres de la mañana. En Bogotá apenas empieza la noche. Hace frío.


Tras él viene una romería de gente, pero Anderson sobresale. Primero, porque mide casi un metro con 90 centímetros. Segundo, por lo que representa su figura en el periodismo mundial. Es, por ejemplo, escritor de nómina de The New Yorker, una de las revistas estadounidenses que goza de mayor prestigio en el mundo.


Es, también, autor de libros como ‘La caída de Bagdad’, en el que narra la vida de los iraquíes de a pie que vivían el final del régimen de Sadam Hussein, su derrota y la llegada de las tropas norteamericanas a Irak. O la magistral biografía titulada ‘Che Guevara, una vida revolucionaria’, una de las obras biográficas más completas que se han escrito sobre el argentino. Lo pinta en todas sus facetas. El Che asmático; el hombre atormentado por las injusticias sociales que padecía Latinoamérica; el Che escritor, moralista; el hombre que nació en Rosario, Argentina, un 14 de mayo bajo el signo Tauro, lo que se traducía en un ser con una personalidad audaz y obstinada que jamás dejó de creer en su idea de unificar al mundo entero por medio de la revolución armada.


Anderson es, además, cronista de guerra, (aunque prefiere que no lo encasillen con ese rótulo) y autor de extensos perfiles sobre personalidades con poder, todos cargados de detalles. En su perfil de Hugo Chávez, por ejemplo, se dio cuenta que el presidente de Venezuela es un hombre adicto al café. “Se toma como 26 tazas al día. Yo me tomaba 12, hasta 16”, me dirá en una entrevista. Y a Juan Pablo Angarita, su joven acompañante en Bogotá, un estudiante de literatura, le dijo: “Chávez tiene una boca encantadora”.


Perfiló también a Pinochet, a Saddam Hussein, a Fidel Castro, a Mahmoud Ahmadinejad, a Gabo, con quien estuvo durante 7 meses, y descubrió que el Nobel es un hombre enamorado del color blanco. “Sin escenas, y sin detalles, no hay artículo”, promulga Anderson.


Ahora lo veo sentado en un sofá junto a la editora mexicana Margarita de Orellana, el escritor Héctor Abad, el diseñador de efectos especiales nicaragüense Carlos Argüello y el director del Festival, Andrés Hoyos. Se preparan para ofrecer una tertulia con los periodistas, un abrebocas de lo que será- fue- El Malpensante. Jon Lee Anderson calla, estira las piernas, juega con sus manos, agacha la cabeza. Sí, está agotado. Sin embargo, al final de una breve presentación, toma el micrófono y responde de forma pausada y con expresiones cubanas varias preguntas. Dice que le gustaría perfilar a Raúl Castro; Que a Obama hay que esperarlo, y le falta sazón. Le preguntan por el conflicto colombiano y pone cara de ¿Por Dios? “Acabo de atravesar el Atlántico y me piden que explique el conflicto colombiano. Pero si no soy un experto sobre Colombia. En 50 años no se ha podido explicar este conflicto”. Habla del oficio del cronista. Dice que debe ser como un minero que va encontrando luces en el camino. Habla del Che, y de películas como ‘Diarios de motocicleta’. “Mira, a calzón quitado te digo que la película es un desastre”. Generalmente arranca sus frases con esa palabra… mira. La ronda de preguntas es breve. Cuando termina, me le acerco. Acordamos una primera cita para charlar. Y me dice: “Lleva por favor ese libro que tienes allí (‘La caída de Bagdad’) que es posible que lo necesite mañana en el taller que voy a dictar”. En su mano tiene una copa de vino.


II


El auditorio William Shakespeare del colegio Anglo Colombiano está abarrotado de gente. Son las 7:15 de la noche de un sábado de junio y han pasado dos días después de haber dictado el taller sobre periodismo en zonas de conflicto. Ya hablaremos de esa experiencia. Jon Lee Anderson se alista, junto al moderador de la charla, el periodista colombiano Gerardo Reyes, para contar parte de su historia de vida. Es su última intervención en el Festival. Ha hablado tanto, ha respondido decenas de preguntas sobre Chávez, el Che, Gabo, Bush, la situación en Irán, que su voz se empieza a poner ronca, una garganta cansada de un hombre visto por los medios como un oráculo que sabe de todo pero que ya no quiere hablar más sino compartir tiempo con su hija, Rosie, que tiene 18 años y próximamente parte de casa a la universidad.


Sin embargo, Jon Lee Anderson se concentra en lo suyo, la conferencia. Sorprende de entrada. Nunca pensó en ser periodista, dice. “Pero mi madre, Barbara Joy Anderson, que era escritora, siempre me decía que yo podía ser escritor. Pero en realidad yo estaba empeñado en ser explorador o conservacionista”.


Entonces, con esa idea, cuenta, llegó al Perú, para hacer expediciones, una especie de ecoturismo. Y en el Perú estaba tratando de quedarse para financiar más aventuras en las selvas. Y en esas estaba pensando mientras leía un semanario en inglés, The Lima Times, uno de los más antiguos que existen en América Latina. En la lectura vio un pequeño anuncio que decía: se buscan reporteros. “Como mi madre me había dicho que yo podía ser escritor, y tenía que buscarme la vida, me presenté ante los editores de este semanario, y me aceptaron con un sueldo mísero. Recuerdo que era menos de lo que lo que me podía haber ganado como un asistente de camarero en un McDonald's, pero quedé fascinado con el oficio. Los editores sabían de mis expediciones, y me pidieron historias. Recuerdo que les hice tres crónicas y yo estaba feliz. Al mes me contrataron”.


Vio su nombre impreso por primera vez en el periódico y se sintió orgulloso. Escribió reportajes sobre la corrupción policial, el inicio del narcotráfico en el Perú y siempre, siempre, dudó de los gobiernos, del poder establecido. Entonces, a principios de los 80, observaba de reojo los procesos dictatoriales que crecían en Chile, Paraguay, Nicaragua, El Salvador (donde fue corresponsal) la subida al poder de Reagan, y la injerencia de Estados Unidos, su país, en todos esos procesos. Se empezaba a conocer a sí mismo.


De The Lima Times pasó a trabajar con Jack Anderson, un célebre columnista estadounidense, premio Pulitzer en 1972 por sus informaciones sobre el papel del gobierno de Nixon a favor de Pakistán en la guerra contra India en 1971. Jon contestaba primero el teléfono, nada más. “Uno trabajaba para Jack como un esclavo, era como trabajar para un presidente. Recuerdo que le gustaba mucho mi nombre, me decía: Jon Lee Anderson. ¡Vaya, qué buen nombre tienes!”. Jon se fue a cubrir conflictos en América Latina (Nicaragua, Salvador, Honduras) y sus notas las escribía como si fueran del propio Jack. “Según mi asociado, Jon Lee Anderson”…


Pasó a la revista Times, pero a la larga buscó otro destino. Se dedicó a escribir libros durante una década, los 80, con su hermano Scott, también periodista. “El primer libro era bastante precoz y bastante malo, por cierto. Era una investigación sobre el terror que produce la ultra derecha”, cuenta. Después se dedicaron a viajar por el mundo de conflicto en conflicto escribiendo un libro que se llama Zonas de Guerra, hablando con actores de todos los bandos en guerras de cinco países diferentes.


Cuando terminan el libro, se separan. Scott se encierra a escribir una novela y Jon Lee emprende un nuevo proyecto periodístico: escribir un libro sobre las guerrillas en el mundo. “Yo estaba fascinado porque existían sociedades clandestinas, al margen de nuestros ojos y que no estaban representados en nuestros noticieros ni periódicos. Nadie cubría la clandestinidad. Cuando me interné en los bosques de Birmania, por ejemplo, yo estuve con gente que había estado ahí tres generaciones, y nunca habían salido de los bosques de bambú desde el año 45. Yo los encontré en el 89, habían peleado todos esos años desde la Segunda Guerra Mundial”.Y en ese recorrido suyo por los grupos guerrilleros, se encontró con la historia del Che. En las guerrillas era un hombre mitificado, el Santo Patrón. ¿Y cómo un hombre que ha muerto tan recientemente logra convertirse en mito? Eso le interesó, tanto que escribió una biografía de 750 páginas. Pero esa historia da para escribir otro reportaje.


III


Tengo que decir que Jon Lee Anderson fue un tipo bastante generoso al permitirme entrevistarlo en dos ocasiones y gestionar mi entrada a su taller sobre reportería en zonas de conflicto sin pagar un solo peso para lograr escribir estas líneas. ¿Por qué? No lo sé. Lo vi disgustado rechazando entrevistas, lo escuché furioso, con la cara roja, en medio de uno de nuestros encuentros, exigiendo que los otros periodistas que lo merodeaban con cámaras se retiraran. “Parecen buitres”, me dijo.


Lo escuché pidiéndo que no le programaran demasiadas entrevistas. Anderson estaba en Bogotá compartiendo cada minuto que podía con su hija. Y el tiempo para la familia en un hombre que vive en un avión es oro. El azar, además, me permitió coincidir con él en una plazoleta de comidas de un centro comercial y en un café. Lejos, sin interrumpir, aprovechaba para observarlo y tomar apuntes. De buen genio, es un tipo con bastante humor. Nuestra primera charla se dio en la terraza del hotel Radisson. Mi interés, le dije, era conocer al Jon Lee Anderson familiar, el de la casa. Su vida de reportero de guerra es conocida. Ya había leído en dos ocasiones el libro suyo sobre el Che, parte de ‘La caída de Bagdad’, artículos de prensa, relatorías sobre sus talleres de perfiles en la Fundación Nuevo Periodismo y textos suyos célebres como esa crónica titulada ‘Los afganos aman las flores’. Ya lo había escuchado responder decenas de veces las mismas preguntas sobre Chávez, Pinochet, el Che, Colombia. Yo, en cambio, me preguntaba: ¿cómo es Jon Lee Anderson en su casa?


Anderson respondió la pregunta. Confiesa, por ejemplo, que es un hombre de genio complicado. No con sus tres hijos, o su familia, no. Es un padre bastante liberal. Pero sí lo saca de quicio la prepotencia, la rudeza, la falta de cortesía. (En una ocasión un guerrero mujaidin, en Afganistán, le cogió los testículos. Era una costumbre que se ejercía con los extranjeros. Anderson lo persiguió y lo pateó dos veces, iracundo. Sólo una metralleta lo detuvo).


Vive entre gatos y un perro, como uno de los escritores que más lo ha influenciado: Ernest Hemingway. Trabaja en casa, en su estudio. Pero si ha estado en un lugar en conflicto, busca, antes de llegar, pasar por un lugar interino, para no llevar los clavos a casa. “Uno no saca todos los clavos, pero se saca bastante”, dice. Su esposa, Erika, cuenta, ha sido su ancla, su aliada en la aventura. “Si hubiera sido diferente, no hubiéramos llegado hasta ahora. Ella siempre ha entendido que salgo, pero vuelvo. Y siempre ha sido así. Y ella me ha entendido, porque mi vida no es estancar. Estar en un sitio y nunca moverse, no, eso no va conmigo”.


Erika siempre ha dicho que Jon tiene buena estrella, es muy intuitiva. La única vez que se puso inquieta ante la inminente partida de su esposo a un país en conflicto, Somalia, él prefirió no ir. “Tiene un sexto sentido, y aunque no me decía nada, sí la veía muy inquieta. Y hablamos del tema y me confesó que tenía malos presentimientos con ese viaje. No fui”. La familia, expresa, no lo ‘contamina’ cuando está en un conflicto armado. Es decir, no vive en medio del conflicto extrañándolos. Sabe que va a volver. “Si paso la vida añorando casa, no puedo trabajar. Yo recuerdo que tenía un amigo que mientras estábamos cubriendo una guerra, tenía una foto de su mujer en el escritorio de su computador y la llamaba todas las noches. Un par de veces lo vi llorando. Él dependía mucho de ella, pero yo no concebía eso. Cada uno tiene que tener su propio universo. Y aunque es difícil, es la única manera de lograrlo”.


No es un hombre que coleccione música. Por lo regular, sí, escucha melodías de los países en donde estuvo. Acaba de recorrer Brasil, en donde reporteó la vida de un capo del narcotráfico. Volvió con una canción de un autor cuyo nombre es complicado de recordar. “Me ayuda mucho la música de los sitios en donde he estado al momento previo de escribir. Pero cuando escribo, prefiero no escuchar nada. Necesito trabajar casi monásticamente, en penuria”.


Es adicto al café, pero lo toma más en terrenos de conflicto para estar siempre lúcido, alerta. Se desestresa caminando con su perro en los abismos que quedan justo al lado del mar, en su pueblo, “un paisaje bello”. Hace ejercicio, cuando puede. En nuestro segundo y breve encuentro, que se dio minutos antes de que participara en una charla con los periodistas Félix de Bedout y Carlos Fernando Chamorro, charla que giró en torno a las distancias que se deben marcar entre el periodismo y el poder, Jon Lee habló de la muerte, del concepto de muerte. “No me asusta, no la tengo presente.


En los lugares de guerra en donde me muevo no me cuelga ese cartel sobre la cabeza”. Dijo, hablando de religión y espiritualidad, que no es creyente, “nunca he podido creer en Dios”. Sobre la fama, manifestó que no te da nada, que molesta. Y sobre el conflicto en Colombia manifestó que es un país difícil de trabajar, te obligan a escoger uno de los bandos. Hablamos de la crítica sobre sus libros. “Trato de no lastimarme con ello”. Y hablamos de sus próximos proyectos: creó un blog que trata la situación en Irán en The New Yorker; está a punto de publicar su perfil del gángster brasileño (no revela el nombre aún por seguridad) y anhela regresar a Cuba para escribir la gran biografía de la Revolución.


Asistí a su taller sobre reportería en zonas de conflicto. Habló de la necesidad de ser claros en el terreno, de saber uno a qué va y para qué escribe. Eso puede ser el salvavidas en el momento en que un grupo rebelde te capture. Habló de la situación en Irán y se discutió un texto suyo sobre los 'basiyis', milicianos vestidos de paisanos que atacaron a los manifestantes que salieron a las calles para protestar ante los resultados en las elecciones presidenciales en Irán, hace casi un mes. Fue un taller de cuatro horas y por espacio hay temas que no se pueden tocar en esta historia. Sí se dejó una premisa: en el terreno, ante todo, la vida. Ante todo salvar vidas, si se puede. Y proteger la identidad de tus fuentes. El periodista no puede generar más víctimas.


IV


Anderson disfrutó de Bogotá y sus alrededores. Me contaron de un paseo suyo a Zipaquirá. Pensé en pedirle que me dejara acompañarlo, pero no. El tiempo para la familia en su caso, repito, vale oro. Entonces, preferí escuchar las voces de sus amigos, esculcar sus conceptos sobre su trabajo y personalidad. Jaime Abello, presidente de la Fundación Nuevo Periodismo, lo conoce desde hace 10 años. “Jon es un huésped del Carnaval de Barranquilla, un certamen que le encanta. Es un gringo de espíritu europeo con sensibilidad Caribe. Un tipo ‘mamagallista’, que entiende al otro, que tiene una gran cultura y tiene la capacidad de adaptarse fácil a cualquier ambiente.


Es, además, un diseccionador de la condición humana, solidario, claro, recto, formidable reportero. Le han hecho falta más oportunidades para que trabaje temáticas de América Latina”. Sergio Dahbar, cronista venezolano, le exalta la distancia que pone frente a sus perfilados y los temas que trata. Además, lo ha visto actuar en terreno. “Lo he visto en Venezuela buscando entrevistas, buscar acercarse, la persistencia silenciosa de su reportería, y te digo que casi que no quieren que sepa que él está en acción. Pero él está”.


Gerardo Reyes, por su parte, dice que Jon Lee Anderson tiene el encanto de la modestia. Y hablar de él como corresponsal de guerra es injusto, porque él es un cronista, un cronista del poder. “Es un tipo que sabe de Colombia, del Caribe, pero también de Afganistán. Tiene olfato para saber dónde hay conflicto y además el olfato para buscar en la guerra el ángulo inédito y perdido, el ángulo insólito y paradójico. Se le critica, sí, en Estados Unidos, muchos hechos en su biografía del Che que sobraban. También le critican falta de contexto. Pero sin lugar a dudas es de esos periodistas que están desplazando el papel del historiador”.


Muchos lo conocen, muchos quieren hablar de él. Es un periodista con bastantes lazos afectivos en Colombia. Jon Lee Anderson partió del país un martes de junio. Tomó un avión con Rosie rumbo a Brasil, para reunirse con su hijo Máximo y pescar más datos para su perfil del gángster brasileño. Después viajó a España, a Salamanca, para buscar un apartamento para su hija. Es de esos seres que se montan en aviones como si fueran taxis, un trashumante. Ser su sombra, como lo intentó GACETA, es imposible.