El cronista Alberto Salcedo Ramos acaba de publicar ‘La eterna parranda, crónicas 1997-2011’, una recopilación de sus mejores historias. ¿Cómo se tejió ese libro en el que a través de relatos sobre juglares, toreros, futbolistas, boxeadores, cantantes, víctimas de la guerra, se representa a todo un país?
Por Santiago Cruz Hoyos
Foto: Cortesía Aguilar - Camilo Rozo
Revista GACETA - EL PAÍS
Que el autor cuente la historia. Mejor. Porque quien firma esta nota anhelaba, al principio, contarla con su propia voz. Pero cuando leyó de nuevo todo lo que le narró su personaje, el autor, entendió que esa voz relataba con más seducción lo sucedido.
Y lo sucedido es un libro. Uno que acaba de publicar el autor, Alberto Salcedo Ramos, cronista.
El libro, el quinto de periodismo literario de su autoría, se llama ‘La eterna parranda, crónicas 1997-2011’, (Aguilar) y es una antología que reúne las mejores historias que ha escrito en los últimos 14 años, publicadas en revistas como SoHo, Gatopardo, El Malpensante, Ecos, Arcadia, Número.
Son, en total, 27 crónicas las que se leen en ‘La eterna parranda’. Crónicas, por ejemplo, como la que narra la vida del cantante vallenato Diomedes Díaz, un hombre cuya historia “era la de todos esos asuntos placenteros de la cultura popular: paisaje, magia, poesía, bohemia, sentimiento. Pero él la convirtió en un caso de página judicial salpicada de temas terribles: drogas, homicidio, paramilitares”, escribe el autor.
O ‘Enemigos de sangre’, la crónica sobre los hermanos Edinson y José Atilano Márquez: el uno guerrillero, el otro paramilitar; o el relato de un viaje a Tumaco, Nariño, “la despensa del fútbol colombiano”. Allá le revelaron al autor una fórmula infalible para detectar una próxima figura del balompié nacional: si bailas bien, juegas bien.
Esas 27 historias de toreros, bufones, juglares, soldados, boxeadores, mutilados, futbolistas, dan cuenta de cómo es un país, Colombia, y una época, el final de un siglo, el comienzo de otro. También confirman una teoría: el buen periodismo es una forma de literatura.
El autor se apresta a contar la historia. La de cómo se escribió ‘La eterna parranda’. Narra, primero, lo difícil que es eso de escribir. A propósito, el autor cita una frase que tomó prestada de una escritora venezolana: odio escribir, pero amo haber escrito. Ya está contando...
Para mí la escritura es un proceso tortuoso. Por varias razones: la primera, porque arrancar y encontrar el tono no es fácil. La segunda, porque yo soy una persona vital y en esta fase me toca encerrarme durante mucho tiempo. A veces me meto en mi estudio sin saber cuándo será la próxima vez que el sol y yo nos veremos las caras.
Y además escribir es renunciar. Escribir es renunciar porque mientras te encierras a encontrar una voz que le convenga a lo que ya miraste como cronista, pasan días, y hasta meses.
Te cuento algo: la crónica de Matilde Lina (publicada en la edición 132, la más reciente de la revista SoHo, no está en el libro) la terminé luego de un encierro tremendo. Y el día que terminé sólo tenía ganas de ir a la tienda a comprar tomates. Algo que normalmente es aburrido, como eso de comprar tomates, es un plan grandioso cuando has pasado tanto tiempo encerrado.
A mí me gusta empezar las jornadas cuando estoy recién levantado. Es el mejor momento del día para escribir: el cerebro está fresco, las energías están enteras. Me gusta empezar tipo 8:30 de la mañana. Mis jornadas son largas. Le doy de corrido hasta por la noche. Generalmente hasta las nueve o diez.
Tomo, efectivamente, mucho café. Y con frecuencia me echo agua fría en la cara. Tengo muchas manías.
Pero la manía mayor es escribir con velas aromáticas encendidas. Son unas velas carísimas, pero me hacen la atmósfera de trabajo, que es mi propia casa, amable. Ignoro cuántas velas de esas se habrán consumido a lo largo de la escritura de mi libro, pero te garantizo que son centenares.
De ese libro, la historia con la que más sufrí fue la de Diomedes Díaz.
Te cuento una intimidad: Daniel Samper Ospina (Director de la revista SoHo) me encargó la historia. Un día me enteré de que una revista con sede en Bogotá, sólo por maldad, le encargó a un escritor de ficción un perfil de Diomedes. Tanto el escritor de ficción como el editor de la revista sabían que yo andaba trabajando la historia de Diomedes desde hacía rato, (4 años) pero quisieron hacer la historia para darle un golpe bajo a SoHo y, de paso, dármelo a mí.
Eso me generó una presión adicional que hizo que la escritura de la crónica de Diomedes, especialmente en la parte final, cuando ya el cierre estaba encima, fuera tortuosa. A la hora de la verdad, el texto no salió en el otro lado. Fue lo mejor que pudieron hacer, porque el escritor que iba a hacer la historia es bastante menor, y estoy seguro de que hubiera salido con una babosada.
Ahora, el autor narra otro asunto. Este no tiene que ver con la angustia, sino con un placer: el placer del punto final. Ya está contando...
Lo primero que sucede cuando llega el punto final es que me dan unas ganas loquísimas de disfrutar los placeres más simples: llamar por teléfono a mis amigos, salir a cenar con alguien de mis afectos, caminar por un parque, ir a una heladería a comerme un helado de arequipe.
Te cuento algo curioso: El día que terminé la crónica de Diomedes Díaz, cuando la entregué en SoHo en medio de una angustia terrible, llamé a mi hijo Mario - que tiene 21 años - por teléfono. Le pedí que viniera a mi casa para salir conmigo, a pasear por las calles de Usaquén, que es un lugar de Bogotá que yo amo.
De pronto, me pararon los policías de tránsito y me pusieron una multa por exceso de velocidad. Yo normalmente manejo tranquilo, pero ese día iba a una velocidad superior a la permitida. Me pregunto si el exceso de velocidad no era una forma jubilosa de celebrar el fin de mi encierro, o una manera brusca de estrenar, por segunda vez, mi libertad.
El autor se acuerda en este punto de lo que pasa después, cuando la crónica está publicada. ¿Esas historias le cambiaron la vida a sus personajes?
No, no me atrevería a decir que les he cambiado la vida a los personajes de mis crónicas. A mí sí que me han transformado, pero a ellos... ¡no sé! Por lo menos, no me consta.
Me he enterado de cosas como la siguiente: el año antepasado hice una crónica en El Salado, el pueblo del centro de Bolívar donde hubo una masacre cometida por los paramilitares (‘El pueblo que sobrevivió a una masacre amenizada con gaitas’). En la parte final de mi crónica yo introduje a la seño Mayito, aquella niña que se volvió famosa cuando se convirtió en profesora para suplir la ausencia de los profesores.
Como el pueblo se había vuelto tan violento, los profesores se marcharon, entonces la niña se convirtió en profesora a los 11 años, sólo para que los niños menores que ella no se quedaran sin estudiar.
A la niña la volvieron una heroína mediática. Le dieron el Premio Portafolio a la Excelencia, la condecoraron, la entrevistaron, pero diez años después la encontré, hecha ya una señorita de 21 años, y estaba triste porque no había podido estudiar para cumplir su sueño de ser profesora. O sea que en este país estimulamos a la gente a que juegue a ser profesional, pero no la ayudamos a que realmente lo sea.
Yo conté el caso en mi crónica. Y poco tiempo después a la niña le dieron una beca para estudiar docencia. Te puedo contar varios casos de ese tipo, pero no tendría, de todos modos, la pretensión de decir que les he cambiado la vida a ellos. Yo hago mi trabajo con gusto, y lo cierto es que me beneficio de esos personajes: vivo de lo que ellos me cuentan. Con sus testimonios he ganado honorarios y reconocimiento. De modo que devolverles algo de lo que ellos me dan es apenas un deber.
El autor se acuerda de los sitios a los que viajó para contar sus historias de ‘La eterna parranda’. Piensa, también, en el libro, su significado...
Para hacer este libro yo acumulé millas de viaje por aire, por tierra, por agua. Hablé con víctimas y verdugos, con ganadores y perdedores, con bufones y músicos. Este libro es sin duda el retrato de una gran parte del país reciente. Por sus páginas desfilan paramilitares, guerrilleros, víctimas de ambos, trovadores, boxeadores, enanos toreros, saltimbanquis, agentes forenses, futbolistas, amas de casa, mediadores de conflictos tribales. Es una muestra representativa de nuestro país, el que normalmente no suele estar reflejado día a día en la gran prensa.
Hay veces que la realidad cambia. Que el cronista va por un tema, pero se encuentra con otro. El autor narra justamente eso, recuerdos que tiene de cuando la realidad le cambió los planes.
Una de mis lecciones más importantes se la oí al cantante John Lennon: "la vida es aquello que te ocurre mientras tú estás ocupado en tus propios planes". Yo no suelo trabajar a partir de esquemas preconcebidos. Me gusta ir a ver qué encuentro y no hacer las cosas al revés, o sea, ir a encontrar lo que yo supongo.
Me encanta dejarme sorprender por la realidad. En todo caso, muchas crónicas parten de una idea que te da un editor, pero sobre la marcha, ya en el trabajo de campo, uno cambia su plan porque la realidad que encuentra es distinta a lo previsto.
Recuerdo, por ejemplo, esto: En SoHo me propusieron una vez hacer una crónica que se iba a llamar ‘Limpiando la escena del crimen’. La idea era pasar una noche con los agentes encargados de limpiar la sangre que queda en el piso cuando hay asesinatos en las calles.
La fiscal jefe de la unidad me dijo: "en Colombia nadie limpia ninguna sangre en la calle. Eso se ve es en los documentales gringos. Aquí la sangre la disuelve la lluvia o la seca el sol". Eso quiere decir que en menos de lo que canta un gallo me quedé sin tema. Entonces, lo que hice fue darle vuelta a la idea: me pasé de todos modos la noche con los fiscales encargados de levantar cadáveres en las calles, y escribí mi historia ‘Cita a ciegas con la muerte’.
El autor no usa libreta. Revela sus métodos para buscar la información de sus historias...
Usar libreta de apuntes mientras uno habla con un personaje me parece grosero. Y torpe, porque cuando entierra la mirada en la libreta se pierde muchas cosas que están sucediendo en los gestos del personaje y en el entorno.
A la pobre grabadora la han calumniado más que a la carne de cerdo. El problema no es la grabadora sino el uso que tú le des.
Y ya que preguntas por trucos, te diré esto: mi principal truco es no tener trucos. Soy muy espontáneo, muy artesanal en la cacería de la información.
Mi admiradísima colega Leila Guerriero habla del ‘Método de volverse voluntariamente opaca’. Yo comparto esa manera de verse uno como reportero: mientras menos visible seas, más provecho le sacarás al personaje. Cuando el periodista es muy recargado, cuando llega con acompañantes, cuando se pone a hablar por Blackberry y a mirar el reloj mientras el personaje le habla, cuando quiere dejar claro que él es un hombre muy importante, la realidad le cierra las piernas. Yo he dicho muchas veces que me gasto una cara de huevón impresionante y que le he sacado mucho partido a eso.
El autor está terminando. Debe hacer las maletas. Va para Argentina, a Tucumán, a dictar un taller. De crónica, claro. Antes, contará cómo se hizo cronista...
En la época en que yo estaba en edad de decidirme por una profesión, ciertos adultos en mi familia quisieron sugerirme que estudiara derecho o medicina, las únicas dos carreras que entonces parecían dignas.
Yo tenía claro que quería contar historias. Pensaba, sobre todo, en ser un escritor. Pero los adultos me dijeron que podría morirme de hambre, me acobardaron. Y me dijeron: por lo menos, estudia periodismo.
Yo empecé a estudiar periodismo con la convicción de que esa sería una ruta de paso. Pero cuando descubrí el periodismo narrativo, cuando descubrí que se podían contar historias, cuando descubrí que existe un género tan maravilloso como la crónica, que parece un cuento pero es real, entonces me dije: ¡esto es lo mío!
Caí en la trampa de pasarla muy bien contando historias de no ficción y me olvidé de mi deseo inicial, escribir novelas y cuentos. Reivindico mi condición de cronista, lo hago con la cabeza bien en alto. Sé que pertenezco a la familia de los periodistas. Y sé que también pertenezco a la familia de los escritores. Estoy donde quiero estar, y por eso me están dando ganas, otra vez, de salir a comerme un helado de arequipe.
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