
El 4 de marzo se cumplió el aniversario de muerte número 32 del escritor Andrés Caicedo. GACETA visitó su tumba, en el cementerio Metropolitano del Norte. Nadie más fue, nadie le dejó flores. Tributo a un mito caleño.
Por Santiago Cruz Hoyos
Foto de Eduardo 'La Rata' Carvajal - Cortesía Casa Ensamble, Bogotá
REVISTA GACETA - EL PAIS
Yo creo que te apresuraste Andrés. Yo creo, esculcando las dos cartas que escribiste el mismo día de tu muerte, que no te querías matar ese 4 de marzo de 1977.
¿Cómo pensar que te querías matar si ese mismo día acababas de recibir el primer ejemplar de tu novela ¡Que viva la música!? Ése, Andrés, era un gran motivo de celebración, de una ‘torcis’ de las buenas, como le decías a las trabas que te metías.
Pero lo que querías en realidad era celebrar ese triunfo con Patricia Restrepo, tu eterno amor, tu novia, tu sostén. Sin embargo Andrés, ella no estaba. Se fue de tu apartamento furiosa por una pelea entre ustedes ya famosa. Te vio con otro hombre mal parqueado. Le explicaste hasta la saciedad que no, que no eras homosexual, que eso fue una cosa chiflada que se dio. El caso es que estaba disgustada y se fue sin dejar pistas.
Entonces, sentiste una agonía profunda, un desespero desesperante que se siente en las líneas que escribiste el día de tu suicidio: una carta a Miguel Marías, crítico de cine español y corresponsal en Madrid de la revista Ojo al Cine, en la que le advertiste que le escribías “con una prisa demente” porque estabas buscando a Patricia. En esa carta das otra pista para asegurar que no te querías matar. Le anunciabas a Marías que en ocho días le ibas a mandar libros y discos de los Rolling Stones, que te encantaba.
La otra carta se la escribiste ese mismo día a Patricia, donde le implorabas que se reconciliaran. Sospecho que son de esos amores Andrés que lo dominan a uno, que lo sacuden. Y que cuando parecen irse uno no es uno, es un ser sin control, demente, horrorizado por la certeza de que al levantarse al otro día sin esa mujer el sentimiento de soledad será implacable.
Llamaste, entonces, a la casa de tu amigo, Luis Ospina, para preguntar por tu novia. Llamaste a tu mamá, doña Nellie Estela. Recorriste la Sexta, el centro. Pensaste en ir a Los Turcos a ver si la veías. Te ilusionabas en tu apartamento ubicado en el edificio Corkidi al escuchar unas llaves afuera de tu puerta, pero caías abatido ante la realidad de que era la vecina que llegaba y abría su morada. No era Patricia. Entonces, escribiste: “No tengo otra cosa que decir además no me dejes no me dejes no me dejes no me dejes no te vayas no te vayas no te vayas no te vayas”. Así, sin comas, angustiado y con afán.
Pero, te repito, creo que no pensabas en acabar tu vida ese 4 de marzo. Luis Ospina, escribe Sandro Romero, se preguntaba cómo era posible que alguien se suicide si acaba de comprar una nevera. La nevera llegó a tu casa el día de tu muerte. La decisión de ingerir esa sobredosis de somníferos fue apresurada Andrés, y sin sentido alguno. Pero ya no importa.
Esas cartas a Miguel Marías y a Patricia las estoy leyendo hoy, 4 de marzo de 2009, sentado junto a tu tumba, la S-93, ubicada en el cementerio Metropolitano del Norte. Las cartas están consignadas en el libro ‘El cuento de mi vida’, tus memorias publicadas por Norma.
Hoy, que se celebra el aniversario número 32 de tu muerte, esperaba encontrar tu tumba llena de flores, con jóvenes viniendo a visitarte, lectores que te rindieran tributo en el día de tu aniversario. Pero no. La lápida, en donde consta que estás enterrado junto al niño Juan Roberto Quevedo y que se dice ya se la han robado, la encontré sucia, con tierra y hojas secas, y sin flores.
Imaginaba también encontrarme a la caleña de dientes blancos que viene en las tardes a leer junto a tu tumba. Hoy no vino. Esa caleña la menciona tu admirador más fiel, el escritor y dramaturgo Sandro Romero Rey, en su libro ‘Andrés Caicedo, la muerte sin sosiego’. No da el nombre, pero yo sospecho que no es caleña, que se trata de Ángela Rosa Giraldo, una profesora de literatura nacida en Calarcá, Quindío, que dicta clases en el colegio Santa Teresa de Jesús y que encontró en tus libros la mejor forma de comunicarse con sus estudiantes, sobre todo con los indisciplinados y de genios telúricos. Fue ella quien me dio la ubicación exacta de tu tumba. Pocos de tus amigos se acuerdan dónde queda.
Andrés, en el curso de Ángela te leen con fervor, sobre todo tu libro ‘El atravesado’, y también montaron una obra de teatro con esa historia. Los muchachos, además, armaron una banda de rock, Kalisur, y cantan tus canciones preferidas : ‘The house of the rising sun’ y todas las de los Rolling Stones. Cada semana se reúnen para seguir leyéndote y ver tus películas preferidas (tu número uno fue Psicosis, dirigida por Alfred Hitchcock).
Es, de verdad, hermoso. Son jóvenes como me imagino fuiste tú, que uno los ve con una mirada rebelde, conflictiva. Pero qué va. Ayer compartí con ellos y son de lo más buena gente. Te admiran y conocen de tu vida y obra más que cualquier académico.
Me sorprendió también que al día siguiente de tu muerte, en los periódicos, sólo registraron el hecho en unas cuantas líneas. Me imaginaba encontrarme grandes titulares anunciando tu muerte, pero nada. El único que escribió largo y tendido fue Gustavo Álvarez Gardeazábal, en El País. Publicó una columna el 8 de marzo y escribió que a los 16 años, ya tenías amagos de gran genio a la hora de escribir. Todavía no eras el mito que hoy eres. También, en esos días, 6 jóvenes se habían matado por despecho. ¿Una coincidencia con tu decisión?
En el cementerio
Hoy descubrí Andrés que leer en un cementerio es un verdadero placer, el ambiente invita a leer libros de un tirón. En esta mañana, donde nadie, excepto yo, pasó por tu tumba, se escucha el sonido de algunas guadañas que embellecen tumbas a lo lejos. En el cementerio lo que se escucha son guadañas, pájaros y mariachis. Como el mariachi que inició un concierto tétrico en el entierro de un señor que se llamó José William Castaño.
A las 12 en punto de la tarde escuché pitos como de un árbitro de fútbol. No les puse atención. Después, un guarda de seguridad se me acercó y me pidió que me retirara, que los pitos anuncian el cierre del cementerio, me dijo que volviera a las 2. Le expliqué que estaba escribiendo sobre lo que pasa en un día en la tumba tuya y hasta le pregunté si sabía algo sobre los supuestos robos a tu lápida. Hizo cara de no tener ni idea de quién es Andrés Caicedo.
A las 2 regresé, con la ilusión de hablar con alguien que fuera a visitarte y a ponerte flores. No pasó nada. Terminé de leer ‘El Cuento de mi vida’ y seguí con ‘Andrés Caicedo o la muerte sin sosiego’, de Sandro. En esas lecturas tu vida se me asemejó a la de Gonzalo Arango, el nadaísta antioqueño. Ambos se sentían intranquilos consigo mismos y su obra, ambos eran almas atormentadas, ambos tenían un gran amor: Gonzalo a La monja y tú a Patricia. Ambos le apostaban a temas urbanos en sus escritos.
De pronto, mientras leía, se me acercó Teresa. Era una anciana de 80 años que llevaba una sombrilla roja. Me vio leyendo el libro y de entrada me preguntó que en mi concepto, cuál era el libro más importante de la humanidad. Yo me emocioné y pensé que por fin una lectora tuya había venido a saludarte en tu tumba.
Le respondí que para mí ese libro era ‘Las mil y una noches’. Aprovechó y me dijo que no, que el libro más grande de la humanidad era la Biblia. Caí en la cuenta de que tenía que atender a una mujer miembro de los Testigos de Jehová. Me habló del fin del mundo, del demonio, de la salvación del alma. Quise cambiarle de tema preguntándole si había leído tus libros pero tampoco tenía ni idea de quién eras.
Si dijo, observando tu tumba, que Cristo, a lo mejor, te iba a resucitar.Después se despidió dejándome un consejo: que no tuviera hijos, porque, repitió, este mundo se va a acabar pronto y habrá mucho sufrimiento y crujir de dientes. Entonces es mejor apagar, irse y salir corriendo por los tejados de la tierra huyéndole al diablo. De lo que te salvaste Andrés.
Terminó la tarde y nadie te visitó. Pensé en comprarte unas flores, aunque ese rito para mí tampoco tiene sentido. El mejor tributo que se te puede hacer es leer tu obra. Y hoy, Andrés, tus libros se venden como arroz en Latinoamérica.
Me despedí pensando en eso. Y en que a lo mejor, todos las ‘caicedianos’ no vinieron por estar leyéndote y tu estarás más feliz por eso, porque el sueño de ser un escritor célebre se te cumplió. Me fui del cementerio para escribir esta carta que es un intento de homenajearte en tu aniversario de muerte, nada más, y también eso es mejor que ponerle flores a tu tumba sola.