¿Te acordás de tus tardes gloriosas, Palomo? ¿De tu tranco largo, sonrisa picara, y ese desparpajo y genialidad con un balón de fútbol? Parecías, cuando entrabas a una cancha, un iluminado de los dioses. Arreglabas cualquier partido. Eso sí, si te daba la gana. Si querías eras el más grande, no importaban defensas inspiradas o un arquero volando de palo a palo. El balón, definitivamente, iba al fondo. En la cancha se hacía tu voluntad, Albeiro.
Hoy es 11 de febrero de 2007. Hoy se cumplen tres años de tu asesinato. Allí, bajo la sombra de un árbol, está toda tu familia, acompañándote. Allí está doña Esther, tu madre, la que sagradamente, cada domingo, viene a este, el Cementerio Metropolitano del Sur, para rezarte, para cuidarte, para consentirte. Aún eres el niño mimado de tu mamá, Albeiro, con la que siempre dormiste porque te daba pánico dormir solo. ¿Te acordás, Palomo?
También está William, tu cuñado, el que te llevó al América para que le cuidaras un maletín, y vos, atraído por la redonda, te pusiste a jugar. El profesor Edgar Mallarino te vio y te lanzó una frase que a la larga te salvó la vida, Palomo, te la cambió. "Mañana te espero", te dijo. Desde ese día dejaste de ser chatarrero, de armar bicicletas para venderlas, de trabajar en duros oficios. Desde ese día el destino te llenó de gloria, y mucha.
Allí, a lo lejos, se acerca Yolanda, tu hermana. Con ella compartiste tus épocas imborrables en el Atlético Nacional, de Medellín. Yolanda fue tu compañía en la Capital de Antioquia, porque ni así, con fama, plata y gloria, podías dormir solo.
Esos años, los 80, serán inolvidables para el fútbol colombiano y para tu historia. Tu destino grandioso empezó cuando te anunciaron que ibas a ser inscrito para jugar la Copa Libertadores de América del año 89. Saliste corriendo, feliz, a llamar a tu mamá a la casa de una vecina, en el barrio Doce de Octubre, porque en tu casa no había teléfono. Necesitabas el registro civil para la inscripción. ¡Qué alegría!
Ése fue tu año, Albeiro. Empezaste a salir en los periódicos, en la televisión, en la radio. Que tal esa tarde, un 17 de mayo, en que le marcaste, vos solito, cuatro goles al Danubio de Uruguay y llevaste al Nacional a la final de la Copa Libertadores. ¡Qué tarde tan apoteósica, Palomo!
El diario El Colombiano, en su primera plana de la edición especial, lo resumió todo: ¡USURIAGAZO!, tituló. "Albeiro Usurriaga los dejó verdes", apareció en otro diario nacional mientras la prensa uruguaya, triste ante la derrota por 6 – 0, se desbordó en elogios para tu fútbol. "La vimos negra con Usurriaga", se comentó en EL PAIS, de Montevideo. El comentarista Hernán Peláez Restrepo, en El Tiempo, escribió un titulo memorable en su columna Cara y Sello: "Sí se murió Gardel". Y de entrada se preguntó: ¿Si en Medellín se murió Gardel, porque no iba a morir Danubio?
Atrás quedaron los malos momentos en el Deportes Tolima, de donde regresaste enfermo y flaco, o tus chispazos de fútbol en el Cúcuta Deportivo, donde empezabas, de a poco, a mostrar tu grandeza. Atrás quedó el día en que el técnico Miguel Ángel López, del Junior, no te aceptara para su equipo. Ahí, en Nacional, te destapaste, Palomo.
Y siempre fuiste el mismo. Ni siquiera leías lo que te escribían en los periódicos. A lo sumo hojeabas los titulares, las fotos, pero nada más. No cambiaste, no te creciste. Tu madre, doña
Esther, lo ratifica, al igual que tu hermana, Yolanda, y don Hildardo Hernández, el hombre que con su hijo Daro, vinieron desde Bogotá a ponerte unas flores amarillas, blancas y rojas. Vinieron a conocer tu tumba, a rendirte un tributo hoy, 11 de febrero, en tu tercer aniversario. ¿Te acordás de ellos, Palomo?
Entablaron una amistad invencible. Fue don Hildardo, el día que llevó a uno de sus hijos a la concentración de Nacional en Bogotá a conocer a René Higuita, quien te salvó de una multa o una fuerte sanción en el equipo. Cuando llegó don Hildardo con su hijo sólo estabas vos, Palomo. El resto del plantel ya se había ido para el Terminal. Te dejó el bus.
Don Hildardo te salvó. Te llevó en su carro y hasta llegaste primero que los demás compañeros. De ahí nació una gran amistad. Y vos le cumpliste el sueño a su hijo de conocer al gran René Higuíta, el loco René.
Dice don Hildardo que llegaste a ser como de la familia, que a su casa llegabas para ponerte a jugar fútbol con los muchachos del barrio, en Soacha. Eso sí, no te gustaba perder, así fueran esos partidos de galladas. Dice, también, que el único técnico al que le tenías tal respeto, que rallaba con el pánico, fue al doctor Gabriel Ochoa Uribe. Con él no se te pasaba por la cabeza hacerte el lesionado para no ir a entrenar o inventar alguna mentira. "A ese señor le tengo miedo", decías.
En cambio, con Pacho, con Maturana, la cosa era a otro precio. Una Semana Santa te iba hacer entrenar un jueves y viernes santo y te negaste. Eso no era con vos. A lo mejor te convertías en estatua de sal, o en pescado, o en cualquiera de esos mitos. El caso fue que no entrenaste. No y no. Y punto.
Ahí, Palomo, estaba tu esencia. Ser un irreverente en la cancha y frentero, descomplicado, desprevenido ante la vida fuera de ella. Decías lo que quisieras sin tapujos, sin rodeos, sin importar quien estuviera en frente.
Y precisamente con Maturana fue un amor tormentoso, de lunas de miel y separaciones. Su apellido, en tu familia, causa malos comentarios y caras malhumoradas. Doña Esther, por ejemplo, no entiende aún porque no te llevó al mundial de Italia 90. No entiende como, si con tu recordado gol contra Israel clasificaste a Colombia, no fuiste a la competición más prestigiosa del balompié.
Ella cree, como tu hermana, que no te llevaron por envidias, porque con tu fútbol opacabas a Maturana. Donde quiera que estuvieras brillabas. Y se hablaba era del gran Palomo. Eso es lo que creen. Y es tal el resentimiento, que doña Esther fue la única colombiana que celebró con trago y comida hasta altas horas de la noche el gol de Roger Milla con el que Camerún eliminó a Colombia del Mundial. Mientras el país lloraba la derrota, doña Esther, que poco seguía los acontecimientos del fútbol, celebraba en el Doce de Octubre como la más acérrima hincha de los africanos.
Aquí, en el Cementerio, todavía tienes reconocimiento. Cuando llegué buscando tu tumba, preguntando por el Lote 582, Jardín S – 53, me mandaron de izquierda a derecha, de arriba abajo. Que en la esquina, que más allá, que volteando. "Es la tumba del Palomo", me animé a preguntarle a un sepulturero después de dar vueltas. "Ahhh, ve la señora con sombrilla, por el carro verde, al fondo. Vaya que ahí es. Por ahí pregunta y cualquiera le dice". Todavía, Palomo, sos una estrella. El anonimato no va contigo.
Y aquí, sentado junto a tu madre, recordándote, se me vinieron a la cabeza los recuerdos de tus goles con el América. Eras, para mí, un ídolo, un héroe de infancia. El estadio Pascual Guerrero aún extraña ese grito de batalla que bajaba enfurecido de nuestras gargantas de hinchas para que entraras a la cancha: ¡Usu, Usu, Usu! Era una orden inquebrantable para el técnico. Tenías que entrar. El estadio se estremecía con los aplausos que arrancabas cuando te parabas a calentar. Y de nuevo: ¡Usu, Usu, Usu!
Recuerdo una hazaña que sólo lograste vos, Palomo. Fue en Barranquilla. Finalizaba la tarde de un domingo y América, faltando 15 minutos, perdía 2 – 1, con el Junior. Y era de esos partidos Palomo que no se pueden perder. De los que si uno es ateo pues le toca ponerse a rezar, o si es cabalero pues igual. Se hace lo que sea, con tal que el equipo gane. Si toca prender una vela se prende, o quemar un sahumerio pues también. Lo que sea. Había que ganar.
Y te paraste a calentar. En Cali, yo estaba frente al televisor, comiéndome las uñas, caminando de un lado a otro. Y entraste a la cancha, vestido como tanto te gustaba, de blanco. Estabas inspirado y el Junior, se derrumbó ante tu grandeza. Cuando finalizó el partido el marcador lo dijo todo. Junior 2 – América 3. Y yo feliz, corriendo por los pasillos de la casa celebrando el triunfo. Qué épocas, Palomo.
En Argentina también fuiste ídolo, también fuiste un gigante. Jugaste 63 partidos con el Independiente de Avellaneda, marcaste 20 goles, levantaste tres trofeos y te metiste, de entrada, en el corazón de los gauchos, quizá los hinchas más apasionados y exigentes del continente.
Mirá lo que escribieron en el portal de Independiente cuando caíste asesinado por la balas. Mirá como te recuerdan: "Albeiro Usurriaga está en la sagrada galería de los intocables junto a Antonio Sastre, Ricardo Bochini, Elbio Pavóni, Ernesto Grillo, el Negro Rolan, Rubén Navarro, tantos… La diferencia es que el Negro nunca buscó ser un héroe deportivo, jamás se lo planteó.
Era ídolo porque sí". Y más atrás escribieron: "Apenas asomaba su esbelta figura de ébano por la tribuna el estadio estallaba en un grito: ¡U-Su-riaga… U-Su-riaga! Recibía ovaciones por caminar, por estar, por ser"…
Cincuenta mil hinchas de Independiente te aclamaron en un partido contra Cienciano del Perú, sin jugar. Estabas ahí, en las graderías. Y el estadio estalló alabándote. "¡U-Su-riaga… U-Su-riaga!" Qué hermoso es el fútbol, Albeiro.
En 1997 empezaron los problemas. Ese año, en agosto, en un partido contra el San Lorenzo de Almagro, resultaste positivo en la prueba antidoping. Tenías rastros de cocaína. Desde entonces, Albeiro, tu fútbol se fue apagando, a cuenta gotas. Viajaste a México, a Ecuador, regresaste a Colombia, pero ya no eras el mismo. Era un fútbol plano, triste, como sin alma. No eras el Palomo que todos conocíamos. Desde 1997, hasta 2001, cuando no volviste a las canchas, tu diablura con el balón se fue rezagando, lentamente.
Fue, Palomo, una despedida triste, silenciosa. A tus 37 años colgaste los guayos con la amargura de que a diferencia de otros grandes como el Pibe Valderrama, no te hicieron partidos de despedida y homenajes dignos de tu historia, dignos de tus goles. Saliste, Palomo, por la puerta de atrás, con la amargura de no haber ido a un mundial y no ponerte la camiseta de tu equipo amado, el Deportivo Cali. La oportunidad nunca se te dio. El fútbol colombiano te olvidó.
Tu nombre volvió a sonar en Colombia y el mundo entero en la noche del 11 de febrero de 2004. Esa noche, a las 8:10 Albeiro, estabas jugando cartas con tus amigos del Doce de Octubre en un establecimiento de juegos de azar y venta de bebidas y comestibles, cerca a tu casa. Hasta allí llegó un pistolero con dos armas en cada mano, un joven imberbe de aproximadamente 16 años. Tenía una gorra y una bufanda negra que le cubría parte del rostro y así, cubriendo su cara, te disparó siete tiros, a quemarropa. La vida, Albeiro, se te fue. ¡Te mataron, Palomo!
La noticia le dio la vuelta al mundo. La gente del fútbol, desde el presidente de la FIFA hasta los hinchas que vibraron con tus jugadas, se pronunciaron. Tu ausencia se sintió. Tanto, que hasta uno de tus seguidores mandó a elaborar tu figura en relieve sobre una de las paredes de la taberna donde fuiste asesinado.
Observo tu tumba, en donde estás enterrado con Eliana, el gran amor de tu vida, la mujer que partió de este mundo un 24 de julio de 1999, también de forma violenta. Hay flores, arreglos en icopor en honor a tu memoria. Más allá tu familia, junto con don Hildardo y su hijo, Daro, tus únicos amigos que vinieron a visitarte. Todos ellos, Albeiro, desconocen la razón de tu muerte. Todos se preguntan qué paso, porque te quitaron la vida si no eras un hombre de problemas. Nadie entiende, Palomo. Quizás vos tampoco.
Esta, Albeíro, es la historia que trata de responder esas preguntas. Es la historia de "La Nana", el sicario que te quitó la vida, y la historia de Jeferson, el hombre que con su banda, sembró pánico en la ciudad. Esta, Albeiro, es la historia de tus verdugos. Escúchala...