En una ciudad que arde en llamas, los bomberos que intentan evitarlo se sienten solos. Crónica de una mañana apagando incendios.
Por Santiago Cruz Hoyos
Fotos EL PAÍS
A esta hora, las 8:00 de la mañana del miércoles 12 de septiembre de 2012, el bombero Jairo Otagrí barre la Estación Forestal, ubicada en el barrio Aguacatal; Danny Caicedo, el auxiliar de guardia, prepara el desayuno, arroz con huevos revueltos; el cabo Gerardo Aguirre limpia con un rastrillo las zonas verdes y el cabo Ricardo Arias, desde una silla rimax y atento a un radioteléfono que lleva en la mano, le pregunta por el incendio que fue noticia el día anterior: en la vereda El Cabuyal, zona alta del Zoológico de Cali, se quemaron cuatro lomas, 80 hectáreas de montaña.
“Las llamas eran más altas que nosotros. Llegué a la casa como a las doce de la noche”, dice Aguirre, que aquí, en la estación, por cierto, es más conocido como ‘El enano’. Mide un metro con 63 centímetros. Más tarde, al mediodía, pasará gateando por debajo de unos alambres de púas y se mofará de otros que pasarán arqueados para no chuzarse la espalda. Ser un bombero bajito, dirá, tiene sus ventajas.
Arias disminuye el volumen del radioteléfono. En lo que va de la mañana no se han reportado incendios. El turno de las siete, que es el primero del día, transcurre sin novedades. A las dos de la tarde los relevará otro grupo y a las diez de la noche llegará otro.
Cali cuenta con bomberos despiertos durante las 24 horas del día. Son 190 hombres y mujeres, quienes conforman la guardia permanente. En promedio ganan un sueldo de un millón cien mil pesos. Los hombres que evitan que esta ciudad caiga calcinada reciben menos de dos salarios mínimos, el pago promedio del 75% de los profesionales del país.
El resto del pie de fuerza, casi 200 bomberos, son voluntarios, es decir que no reciben sueldo y no cumplen horario. En estos tiempos de verano intenso, seis incendios diarios promedio, todos los bomberos de la institución se encuentran en alerta máxima, disponibles a cualquier hora del día.
Cada grupo de guardia en la Estación Forestal, explica ahora Arias, lo integran cinco personas, incluyendo a Danny, el auxiliar, que tiene 21 años, dos hijos y es quien atiende las llamadas de alerta. Además está José Wilder Figueroa, el maquinista. Los otros tres son bomberos certificados. La estación, su nombre lo sugiere, se especializa en atender incendios forestales, pero eso no quiere decir que no esté en capacidad de controlar otro tipo de incidentes.
Arias habla de rutinas. El grupo que entra en la mañana debe hacer acondicionamiento físico lunes y miércoles. Van al barrio San Antonio, trotan, suben y bajan gradas, hacen abdominales. Los bomberos requieren estar preparados para aguantar días enteros sorteando emergencias.
La exigencia del acondicionamiento físico, sin embargo, ha disminuido. En lo que va del año en la ciudad se han registrado 700 incendios. Es decir que no han tenido respiro. Los bomberos de Cali por estos días son hombres cansados. Cuando se puede, entonces, es mejor descansar a pierna suelta.
Jairo Otagrí es una prueba de ello. Luce agotado. Aunque la vida del bombero es acción, bien sea en verano con los incendios o en invierno con las inundaciones, estos meses han sido de los más exigentes en los últimos años. Incluso, se sospecha que de seguir el fenómeno de La Niña, superarán la cifra de incendios del 2009, un año igual de caluroso: 1.100.
Ya son las 9:50 de la mañana. Otagrí observa el canal Espn en una pantalla puesta en una pared frente a una mesa de billar. Es la sala de juegos. Pero aquí nadie juega. En el radioteléfono informan que en El Cabuyal el incendio se reinició.
Todos trotan, se ponen los cascos. El tubo que se ve en las películas por donde bajan los bomberos colgados está ahí, empolvado. Nadie lo usa. ¿Para qué arriesgarse a torcerse un tobillo si están las gradas? El tubo es símbolo de una época pasada.
Las sirenas de la máquina se encienden, los bomberos de la Estación Forestal salen rumbo a El Cabuyal. Un plato servido y cubierto con otro plato queda en una mesa. El cabo Arias no alcanza a desayunar.
II
El comandante operativo del Cuerpo de Bomberos, Alberto José Hernández, advierte que no es que siempre lloren, no, lo que pasa es que la realidad es la misma: los recursos son insuficientes.
Hernández, 33 años de servicio, sentado en el escritorio de su oficina ubicada en la Estación Central, Avenida de las Américas, hace cuentas: el municipio, dice, aún les adeuda dineros por concepto del impuesto a la sobretasa a la gasolina correspondientes al año 2010 y 2011.
Este año, además, se tenía una proyección: por sobretasa recibirían nueve mil millones de pesos, pero al final el acuerdo quedó firmado por 7.500. Y los costos de operación anuales de la institución son de alrededor 15.600 millones. Es decir que el municipio cubre apenas el 50% de la operación. El resto del dinero se debe conseguir con apoyo de la empresa privada, capacitaciones a compañías petroleras, servicio de transporte de agua.
Y la institución requiere inversiones urgentes: las máquinas de bomberos ya tienen más de 30 años. Lucen impecables, brillan, pero por su uso requieren de mantenimiento constante y eso es un gasto alto.
Además, llegarán 60 nuevos hombres para relevar a los que por edad ya no están para combatir el fuego, rescatar víctimas de inundaciones, lidiar con suicidas. Y dotar a cada uno de esos bomberos jóvenes cuesta $20 millones.
Fuera de eso, sigue Hernández, la ciudad requiere de una estación en el sur, sector universidades, y esa es otra inversión que por ahora deberán hacer solos.
- No dicen vamos ayudar con el 10%, con el 20%, no. La Alcaldía sólo reconoce la labor de bomberos en los medios, pero no en acciones. Y ni la Alcaldía, ni CVC, ninguna entidad se ha acercado a preguntarnos qué necesitamos en esta época de incendios. En público nos echan flores, pero eso no sirve.
Incendios o inundaciones, entonces, terminan siendo una minucia cuando cada año hay que arreglárselas para conseguir fortunas que garanticen el funcionamiento de la institución.
Por eso no es que lloren siempre, insiste Hernández, sino que la realidad no cambia y entre repetir u olvidar es preferible repetir: en una ciudad que arde en llamas, los bomberos que intentan evitarlo se sienten solos.
III
Aguirre pasa gateando bajo el alambre de púas. Atrás lo sigue el bombero Otagrí. Se acercan al fuego. El incendio de El Cabuyal se ha reiniciado. El día anterior lo controlaron pasadas las doce de la noche. Había empezado en la tarde. En la Estación Forestal un sancocho que pensaban hacer quedó a medias, con el agua en la olla.
Las máquinas no alcanzan a llegar hasta el lugar. Los bomberos caminan por la montaña con batefuegos. Es como una pala solo que la punta no es de metal sino una lona que sofoca las llamas.
La tierra arde, los pies se calientan. Aquí y allá sale humo del suelo como si por estos cerros acabara de terminar una guerra. Ahí donde hace unos meses se veía pasto verde, ahora son lomas de ceniza, ocho kilómetros de destrucción. Las botas negras de los bomberos se vuelven grises.
Detrás de todo, se cree, hubo una mano criminal. Es mentira que un incendio se inicie por un vidrio o una lata, dicen los bomberos. El efecto lupa sólo se da en condiciones extremas y para que se origine también debe estar la mano del hombre.
En este caso se cree que el incendio lo cometieron invasores de predios. Queman para evitar cortar pasto, tumbar plantas. Queman para limpiar y después lotear.
Hace unas semanas sucedió en Realengo, cerca a Terrón Colorado. También en Palermo. Después de los incendios, los bomberos llegaron para medir las áreas afectadas. Se encontraron, dijo el comandante Alberto José Hernández, con lotes que ya estaban divididos con cintas.
Pero existen otras razones que explican las conflagraciones diarias. En zonas de ladera se queman desechos porque la comunidad no cuenta con el servicio de aseo. Esas quemas, a veces, se salen de control. También algunos agricultores queman pastizales para renovarlos sin las medidas de precaución. Además, las pandillas han quemado lotes en sus enfrentamientos.
Ya ha pasado una hora. El incendio vuelve a ser controlado. Los bomberos, sin embargo, esperan. Los vientos podrían propagar de nuevo las llamas en caso de que un centímetro de pasto siga ardiendo. Esperan, también, al Bambi, el helicóptero de la Fuerza Aérea que carga una bolsa con 5.000 litros de agua. La idea es humedecer estas montañas como medida de prevención. Anoche ese helicóptero intentó ayudar a apagar las llamas que efectivamente superaban la estatura de los bomberos. No sirvió de mucho. El sargento Ernesto Filigrana, que se encontraba en la zona, dice que en esos casos los 5.00 litros de agua que lanza el Bambi es como orinar encima de una casa en llamas. No pasa nada.
Mientras esperan hablan de su oficio. Filigrana cuenta que más allá del fuego, existen dificultades más complicadas de sortear. Hace poco, en Belén, zona de ladera, por ejemplo, atendió un incendio mientras dos pandillas se enfrentaban a bala. Ese día, a propósito, un niño resultó herido. Muy cerca del pequeño estaba un compañero, el bombero Fernando Murillo.
Filigrana dice también que ese día se dio cuenta que ya no había nada qué hacer con una de las casas que se consumían. Cuando iba en todo caso a buscar más agua para intentar salvar la estructura, lo amenazaron con un machete. Bombero hijueputa –le dijeron – devolvéte.
En la calle, sobre todo en las zonas donde ni la Policía entra, los han insultado, robado, amenazado con picos de botella. Sobre todo a Murillo, dicen. Ahora se ríen. A Murillo, asegura Arias, le dicen ‘Tragedia’.
Lo que pasa, dijo el comandante Alberto Hernández, es que la comunidad no entiende que un incendio se apaga de afuera hacia adentro. Si en la mitad una casa se quema, primero se corta el fuego para que no se propague, después se llega a esa casa de la mitad. Pero el comandante entiende. A nadie, claro, le importa un bledo la técnica para apagar un incendio. Lo que importa es que mi casa se salve.
El desespero, a muchos, los lleva a agredir a los bomberos que en todo caso son tipos con pericia, experiencia, suerte: son esporádicos los casos en donde salen heridos en una emergencia. En los 84 años de historia de la institución han muerto en acción cinco de sus hombres. A uno de ellos lo mataron en la época de la violencia partidista. Entró a un bar vendiendo rifas para, como siempre, conseguir recursos. Un policía borracho le pegó un tiro. Era militante del partido conservador. El bombero llevaba una gorra roja.
El Bambi hace su última su descarga. Ahora caminan de regreso. En una finca les ofrecen jugo. El jugo es una manera de revivir. Allá en el cerro se mantuvieron con sorbos de agua y pedazos de panela.
La máquina de la Estación Forestal ahora transita por la carretera que de Cristo Rey conduce al oeste de Cali. Arriba, sentados, están Aguirre y Otagrí. Está prohíbido, sí, pero la máquina es antigua, no es de las modernas, doble cabina. Apenas en un mes, con ahorros y créditos bancarios, llegarán los nuevos vehículos.
De repente, de la montaña, se observa a lo lejos una columna de humo. Aguirre señala allá arriba, se encoje de hombros. El fuego sigue sin concederles una tregua.