lunes, mayo 24, 2010

El guardián de los 'mojados'


Santo Toribio Romo es uno de los mártires más famosos de México. Nombrado patrono de los inmigrantes, se dice que ha salvado de la muerte a indocumentados que atraviesan el desierto en busca del sueño americano. A su pueblo, Santa Ana de Guadalupe, llegan semanalmente multitudes para visitarlo.


Por Santiago Cruz Hoyos

Unidad de Crónicas y Reportajes de El País


La foto del santo se ve en cualquier parte: en la floristería del pueblo; en la recepción del hotel Posada del Rey; en la droguería; en las entradas de algunas casas; en la fachada de una de las iglesias. Hay un centro de salud que se llama como el santo, Centro de Salud Santo Toribio Romo. Y una agencia de viajes que se llama igual.


El pueblo tiene un nombre largo: Jalostotitlán. Por eso sus habitantes prefieren llamarlo Jalos. Sencillo. Es un municipio que pertenece al Estado de Jalisco, en México, a dos horas en bus desde Guadalajara.


Jalos es mi primera parada antes de llegar a Santa Ana de Guadalupe, la ranchería donde nació el santo de la foto que observa directo a los ojos, a veces triste, a veces serio como boxeador a punto de iniciar un combate. En vida ese hombre de sotana y rostro de veinteañero fue sacerdote. Hoy, además de santo, es patrono de los inmigrantes mexicanos. Fue canonizado el 21 de mayo del 2000 por Juan Pablo II y es famoso por salvar de la muerte a los inmigrantes ilegales que intentan pasar la frontera hacia Estados Unidos.


Es un lunes de abril y en Jalos pareciera que hubiera festividades: carros de lujo y otros sencillos pasan por las calles con el equipo de sonido a todo volumen. Los vidrios de un negocio de tortillas alcanzan a vibrar. Dentro de los autos se ven muchachos con cerveza en mano, mirada desafiante. Entre más duro la música, más galanes se sienten. Las mujeres, que en Jalos tienen caras delicadas, como de reinas, siguen de largo por los andenes ignorando el barullo y los piropos. El reloj indica que son las 8:00 p.m. El sol apenas se empieza a ocultar.


¿Hoy hay ferias en el pueblo?, les pregunto a Verónica López Campos y a Teresa López Rosales, dos señoras jaliscienses que hablaban desprevenidas en una esquina cualquiera.“No, acá el ambiente es así”, responde Teresa. ¿Y cómo es la historia de Santo Toribio Romo? Escuché que es el patrono de los inmigrantes ilegales. Que a muchos los ha salvado de morir de sed o de picaduras de serpiente en el desierto. Que los lleva hasta Estados Unidos, y les consigue trabajo. Y que cura enfermos de cáncer…


Verónica y Teresa confirman esas historias, aunque advierten que no es que sean muy devotas del santo. Pero de que hace milagros, hace milagros. “A mi mamá, por ejemplo, la sanó de un quiste en la matriz. Ella soñó con el padre Toribio, un día antes de que fuera a ser operada. Y en el sueño él le dijo que estuviera tranquila, que la iba a sanar. Cuando los médicos fueron a operarla, no encontraron nada. En agradecimiento, mi madre publicó un aviso en el periódico El Informador”, dice Verónica.


Un hermano suyo, Guillermo López, que se fue sin papeles hacia Estados Unidos y no fue visto por las autoridades, le tiene tanta fe a Santo Toribio y un agradecimiento eterno, que cada año, cuando regresa de México ya con sus documentos en regla, camina descalzo desde Jalos hasta Santa Ana de Guadalupe, al templo donde reposan los restos de Toribio Romo.El trayecto en carro desde Jalos hasta Santa Ana tarda unos 20 minutos, si no es domingo. El domingo el tráfico es sólo recomendable para gente paciente, llegan multitudes de todo México para ver al santo. Pero llegar a Santa Ana a pie como lo hace Guillermo, tal vez demore una hora y la penitencia se realiza sobre un suelo que quema. En la región la temperatura llega a los 30 grados centígrados.


Verónica sigue hablando. “Una amiga mía, que se llama Marisol Jiménez, también es muy devota. Ella cada año se va a pie hasta Santa Ana durante nueve días seguidos”.


Enseguida Teresa llama a una niña de unos 10 años para que cuente el milagro más famoso de Santo Toribio Romo. La niña, que tiene fama de buena narradora, empieza a contar la historia que es repetida por los habitantes de Jalos y Santa Ana con algunas modificaciones, pero la esencia se mantiene. El cuento también se puede leer en libros y folletos que se venden en las calles, y se escucha en corridos mexicanos.


Se trata de la historia de un joven campesino de Agua Prieta, una ciudad del Estado de Sonora, (el origen del campesino cambia en cada narración) que intentó pasar la frontera como ilegal. En el desierto, los ‘coyotes’ (guías que por una tarifa ayudan a pasar la frontera) lo abandonaron, le robaron el dinero, lo dejaron a merced del sol sin comida y sin agua.


Cuando estaba a punto de morir, esquelético, se encontró con un hombre que se presentó como Toribio Romo, tipo generoso que le dio de comer, de beber, y le entregó $5.000 dólares para que llegara a Estados Unidos. La plata, le dijo, se la podía pagar cuando estuviera bien, con trabajo. Que cuando eso pasara, le recomendó, lo buscara en Santa Ana de Guadalupe. Y que preguntara por Toribio Romo, cualquiera le indicaría dónde era su residencia.


Pasaron los años y el joven campesino regresó de Estados Unidos y se fue para Santa Ana a buscar a Toribio Romo. En la ranchería, el campesino preguntó por ese nombre. Los habitantes le presentaron a muchos niños que se llamaban así y uno que otro adulto. Pero no, no era un niño, y los adultos que le estrecharon la mano no coincidían con la cara de su salvador. Le dijeron que el último Toribio Romo que le faltaba por conocer estaba en el templo. El campesino entró y se encontró con la foto del santo y el ataúd en donde se conservan sus restos. Era él. El hombre lloró.


De tal milagro, no hay prueba. O tal vez sí. Se trata del testimonio de Jorge Romo, 34 años, tendero en Santa Ana de Guadalupe.


La narradora se despide, Verónica habla de nuevo. Me asegura que Santo Toribio también es famoso en México por salvar a secuestrados: “Creo que ayudó a un técnico de fútbol que vivió esa experiencia”. Se trata, según sus sospechas, del argentino Rubén Ómar Romano, secuestrado en julio de 2005, cuando era técnico del Cruz Azul. Fue rescatado después de 65 días de cautiverio. Y agrega un último dato: “Toribio es el santo oficial de las Chivas de Guadalajara”. Esta afirmación la desmintió José Luis Valencia, uno de los hinchas más fieles de ese equipo de fútbol.


Lo que sí es cierto es que Santo Toribio tiene entre los hombres del fútbol a varios seguidores. Uno de ellos es el técnico argentino Ricardo La Volpe, quien dirigió a la Selección Mexicana entre el 2002 y el 2006. Guillermo González, el actual rector del santuario de Santo Toribio en Santa Ana, narró hace unos años a Noticieros Televisa que La Volpe fue hasta el templo para encomendarse a Santo Toribio días antes de que su selección jugara, en julio de 2003, la Copa de Oro. El torneo lo ganó México, después de cinco años de no alcanzarlo. En la final, en el estadio Azteca, derrotó a Brasil con un gol de oro de Daniel Osorno. A La Volpe se le vio en Santa Ana después de la victoria.


Me despido de Verónica y de Teresa y sigo caminando por Jalos. En la siguiente esquina, en el centro, hay otra historia de otro milagro. Me la cuenta José Benjamín Franco Rocha, el licorero del pueblo. Asegura que uno de sus clientes, Jesús, es devoto de Toribio Romo. “Él me contó que una vez el santo lo salvó de morir en el desierto. Su camioneta se incendió, y una voz le dijo que se alejara de ahí, que podía explotar. Jesús dice que fue Toribio el que le habló”.


Con Jesús no se puede hablar para comprobar la historia porque no está en el pueblo. Pero en Jalos, sospecho, cada habitante tiene un milagro por contar sobre ese santo que deambula como fantasma en el desierto y que se aparece en carne y hueso en el último minuto de la vida de un hombre para salvarlo.


II


Delfino Jiménez trabaja como recepcionista en el hotel Posada del Rey, en Jalos. Hace 20 años, cuenta, se fue como ilegal para Estados Unidos. Allá trabajó en una compañía dedicada a fabricar tinas para hidromasajes. Y anda con la idea de volver, pero de manera legal. Cuando le pregunto por qué la gente se quiere ir de México, pone un tono serio: “No es que nos queramos ir. Nos tenemos que ir. Si no, ¿de qué vamos a vivir? La situación aquí siempre ha estado crítica, no hay trabajo”.


De 100 mexicanos que van a la Embajada de Estados Unidos a pedir Visa, dice Delfino, se las dan a tres o a cuatro. Y es temporal. Entonces la opción que queda es contratar a un ‘coyote’, que cobra unos $5.000 dólares, y pasar la frontera de manera ilegal. “No se me hace mucho dinero, siempre y cuando uno pueda pasar sin problemas. Hay riesgo. Te pueden matar, o puedes morir al atravesar el desierto”, cuenta Delfino.


Y eso es cierto. En el 2004 murieron más de 300 mexicanos que intentaron pasar la frontera. Ante la noticia, la Secretaría de Relaciones Exteriores publicó una “guía práctica” para llegar a Estados Unidos de manera ilegal sin morir en el intento. Se llama Guía del Migrante Mexicano. Ahí se aconseja, por ejemplo, agregarle sal al agua para evitar deshidrataciones en el desierto de Arizona. El documento generó polémicas. ¿Estaba el gobierno incentivando la inmigración ilegal? (En 2008 se registraron 390 muertes de indocumentados).


La versión de Delfino sobre la situación social de México es confirmada por Arturo Tapia, taxista de Jalos. Ya es martes, 8:00 a.m., y con Tapia vamos a Santa Ana de Guadalupe, al encuentro con Santo Toribio Romo. En el trayecto, Arturo cuenta que en Jalos cada familia tiene mínimo uno de sus miembros en Estados Unidos. Y que el pueblo se mantiene de los dólares que ellos envían. “El problema es que el Gobierno no promueve la creación de industrias para generar empleos. Y además, la mano de obra es muy barata. Usted trabaja ocho horas diarias y le pagan 300, 350 pesos por semana (unos 30 dólares). Con eso no se mantiene nadie”.


Según un informe de la Oficina de Estadísticas sobre Inmigración, se asegura que en Estados Unidos hay 10.8 millones de indocumentados, de los cuáles 6.7 millones provienen de México. California es el Estado donde viven más ilegales: 2.6 millones, la población de una ciudad como Cali. Y a pesar de que los índices de inmigración hacia Estados Unidos han disminuido en un 7% debido a la crisis económica, el problema sigue siendo un dolor de cabeza para ese país. En Arizona se acaba de aprobar una ley que convierte en un delito la presencia de indocumentados en este Estado. Le ley le permite a un policía detener inmigrantes ilegales.


De inmediato, defensores de los derechos de los inmigrantes pidieron a la gobernadora Jan Brewer que vetara la medida. Argumentan pisoteos contra los Derechos Humanos.


Mientras Arturo expone su diagnóstico de su país, aparece en la carretera un portal que anuncia la llegada a Santa Ana de Guadalupe, la tierra de Santo Toribio Romo.


III


Una calle empinada que se dirige al templo donde están los restos de Toribio Romo es la vía principal de la ranchería. De unos 500 habitantes, el pueblito, como en Jalos, está tapizado con fotos y el nombre del santo. Hay dulcerías con ese nombre, restaurantes, tiendas de artículos religiosos. Sobre la calle se ven negocios de ventas de camisetas estampadas con la foto del santo y de Cds con los corridos que le han grabado... “En mil novecientos veintiochooooooo, veinticinco de febrero, en las tierras de Tequilaaaa, otro mártir se fue al cieloooooooo”, se escucha.


Cuando pasan las horas, y sobre la libreta se van consignando los testimonios de los habitantes del pueblo, aparece una coincidencia que habla sobre la historia e idiosincrasia de los que viven en Santa Ana: la gran mayoría son de apellido Romo, como el del santo. Jorge Romo, tendero; Maximina Romo, atiende los baños públicos; María Guadalupe Romo, sacristana; Socorro Romo, vendedora de camisetas; Juana Romo, tendera y familiar del Santo...


Arturo Tapia, el taxista, me explicaría más tarde que los habitantes de la ranchería, antes de la fama que le ha dado Santo Toribio, querían permanecer aislados de la sociedad. Por eso, cree, se casaban entre primos. Lo mismo me contaría el licorero de Jalos, José Benjamín Franco. “Eso allá era un desmadre”, dijo


.A las 8:30 a.m. de este martes, en el templo apenas hay un par de ancianas orando de rodillas. Al fondo, en el altar, donde está empotrado el ataúd de Romo con sus restos, moscas gordas vuelan por el sitio. Son como los gallinazos, anunciadoras de la muerte.


En las paredes laterales de la iglesia se pueden ver las prendas que llevaba el entonces sacerdote Toribio Romo el 25 de febrero de 1928, cuando fue asesinado por soldados del Ejército mexicano. También, en un frasco de vidrio, como de tequila en miniatura, se conserva aún su sangre seca. Y de nuevo, en todo el frente, la foto del Santo que me mira a los ojos, casi vigilante. La omnipresencia de la foto puede llegar a intimidar. También el desfile de ancianos, niños, mujeres, hombres que empiezan a entrar al templo de rodillas con una devoción y una fe que jamás admitiría una duda sobre su santo y los supuestos milagros. Aquella imagen de gente de rodillas ante un hombre incómoda a los que no creemos en seres de carne y hueso que vuelven de la muerte para hacer prodigios. Salgo.


María Guadalupe Romo, la sacristana del templo, me cuenta con paciencia la vida y muerte de Toribio. Narra que el sacerdote nació en esta ranchería el 16 de abril de 1900. Y que desde niño tenía actitudes de santo y sueños de ser cura. Lo logró gracias al apoyo de su hermana, ‘Quica’, que abandonó a su novio antes de casarse para consagrase a su hermano y ayudarlo a alcanzar su meta. Vendían, por ejemplo, tortillas en Jalos para pagar los estudios sacerdotales.


Toribio Romo se ordenó sacerdote el sábado 23 de diciembre de 1922. Tuvo que pedir un permiso especial al Vaticano. La edad mínima para ordenarse era 24 años. El permiso se lo concedieron y su primera misa la celebró el 5 de enero de 1923 en su tierra, Santa Ana de Guadalupe. Después ejerció como sacerdote en poblaciones como Sayula Tuxpan, Yahualica, Cuquio, hasta que llegó a Tequila.


Eran años difíciles para la Iglesia Católica. El presidente Plutarco Elías Calle quería que la institución eclesiástica dependiera del gobierno, perdiera autonomía. Los jerarcas de la Iglesia se revelaron, ordenaron cerrar los templos. Empezó la Guerra Cristera. Muchos sacerdotes fueron asesinados. Otros se escondieron. Asegura la sacristana que hasta les tocaba refugiarse en bosques, en cuevas y alimentarse de raíces. (25 de los sacerdotes asesinados en la Guerra Cristera fueron canonizados por el Papa Juan Pablo II el 21 de mayo de 2000. Entre ellos, Santo Toribio. En Santa Ana, hay una calle en su honor, la Calle de los Mártires).


Toribio Romo, en el pueblo Tequila, celebraba misas a escondidas en una fábrica abandonada. Hasta que en la madrugada del 25 de febrero de 1928 lo descubrieron los soldados, le dispararon y bailaron junto a su cadáver.


Días antes, Toribio le había pedido a su hermano Román, también sacerdote y que estaba con él en Tequila, que se fuera a Guadalajara. Urgente y sin motivo aparente. Y le entregó una carta. Le dijo que la abriera cuando tuviera noticias suyas. Cuando Román supo de su muerte, la leyó. Era una despedida. Toribio Romo presentía su fin.


¿Y por qué justamente se ha dedicado a hacerles milagros a los inmigrantes? le pregunto a la sacristana. “Él en vida tenía una preocupación por los indocumentados. Incluso, montó una obra de teatro que se llamaba ‘Vámonos al norte’, que trataba de los peligros que representa pasar la frontera y la pérdida de valores que se da cuando se vive en Estados Unidos”.


La sacristana me sugiere que no me vaya de la ranchería sin pasar por el sitio en donde los mexicanos dan testimonio de los milagros de Santo Toribio. Se trata de una pared, en una de las dependencias del templo, en la que se ven fotos, cartas de agradecimiento, recortes de periódico, cabello, camisetas de equipos de fútbol. En las cartas se leen noticias de varios milagros. Esteban Latorre, por ejemplo, le da gracias a Santo Toribio porque lo salvó de morir en un accidente de tránsito; Roberto Macías Padilla agradece por haber pasado la frontera; la familia del soldado Marco Antonio López da gracias por haber traído al soldado sano y salvo de la guerra en Irak; a Victoria Herrera la salvó de una peritonitis; a Gabriela Gallego Martínez la pasó para “el otro lado”; a María del Consuelo Mendoza le dieron la visa; un hombre cumplió su sueño de ser luchador; Elvia Mata pasó la frontera y está trabajando en California.


Y en las calles de Santa Ana pasa lo mismo que en las de Jalos. Cada habitante tiene un milagro por contar. Rosa Romo dice que le dio una fiebre tan alta, “que no supe de mí en tres meses”. Le pusieron hasta los santos óleos. “Pero Toribio me alivió”. También le da para vivir. Rosa vende camisetas del santo de 25, 30 y 55 pesos.


Jorge Romo, tendero, ha ido cuatro veces de manera ilegal a Estados Unidos apretando una estampita de Santo Toribio. Nunca lo detuvieron. Él, que se la pasa con cara de aburrido vendiendo galletas y gaseosas, es tal vez una de las pruebas de los milagros del santo. Asegura que ha orientado a inmigrantes que vienen preguntando por el hombre que los salvó en la frontera. Y los manda para la iglesia. Y ven la foto. Y se sorprenden. Y lloran. Y la historia se repite una y otra vez.


A Maximina Romo, Santo Toribio le ha llevado sanos y salvos a sus hijos a Estados Unidos. Y Juana Romo, tendera, a quien hay que hablarle casi a los gritos porque ya no escucha, dice que al final a todos los habitantes de Santa Ana Santo Toribio les hace milagros y ni se dan cuenta. Ella es familiar del santo, aunque no alcanzó a conocerlo. Toribio Romo era primo segundo de su papá.


Pero caminando por las calles de Santa Ana, después de recorrer la casa réplica donde nació Toribio y el nuevo templo que se va a levantar porque ya la gente no cabe en la actual iglesia, pienso si esta historia que se ha tejido no es más bien un mito que sirvió para salvar del olvido y la pobreza a esta ranchería. Porque aquí, en Santa Ana, sí se puede comprobar con los ojos un milagro de Toribio Romo: es el pueblo, como tal, que vive y se conoce y se mantiene gracias a su nombre y a su fama.


Ya de regreso a Jalos le pregunto a Arturo Tapia, el taxista, sobre ese asunto, sobre cómo sería Santa Ana sin Toribio Romo y su historia.


- Nada, responde. Ésta siempre fue una ranchería olvidada. Gracias a Santo Toribio se conocieron los caminos para llegar hasta acá.


lunes, mayo 10, 2010

Misterios de la Belleza


Entrevista

Piedad Bonnett acaba de publicar 'El prestigio de la belleza', una novela que habla sobre lo difícil que es la infancia para una niña que se siente fea.


Por Santiago Cruz Hoyos

Revista GACETA - EL PAÍS



- ¿Se siente usted una mujer bella?


La escritora Piedad Bonnett suelta una carcajada tímida a través de la línea telefónica, trastabilla. La puedo imaginar con la cara roja. Y ella sabe que no tiene escapatoria. Tarde o temprano ese asunto de la belleza propia tendría que tratarse en la charla.La poeta y novelista nacida en Amalfi, Antioquia, se toma un par de segundos para pensar, calcular lo que va a decir. Enseguida arremete.


“Yo no me siento ni fea, ni bella. En la infancia, y ese es uno de los elementos autobiográficos que están en la novela, yo sí empecé a sentir que no era una niña bonita. Y con toda razón, porque en los primeros tres años era un ‘monstrico’. Y pasó que con el tiempo me quedé con esa idea. Cuando miro en retrospectiva y analizo mi adolescencia, me doy cuenta de que no era una niña fea, pero me sentía así”.


La más reciente novela de la escritora se llama ‘El prestigio de la belleza’ (Alfaguara). Es una historia que narra cómo es la vida de una niña que no se siente bonita y, para colmo, la gente que está a su alrededor le señala sutilmente su fealdad. Esa situación la lleva a anclar su vida en otros asuntos más profundos, como la literatura. La niña, como no es bonita, quiere convertirse en una mujer culta, ojalá escritora.


“Pero esa situación, la de creer que yo era fea, no la vivía como una tragedia. Lo vivía como algo que me incomodaba, una idea perturbadora. Creo que muchas mujeres podemos vivir con esa idea. Cuando aparecen mujeres muy bellas, y no se cumple con esos estándares de belleza que nos venden, se puede llegar a sentir una molestia. Pero para que la idea se convierta en una tragedia, se tiene que padecer de una fealdad absoluta”.


Muchas veces, la niña de la novela se sentía invisible. Eso pasaba cuando salía a la calle con su hermana o con alguna amiga muy bonita y éstas acaparaban las miradas de los hombres, los piropos. La niña estaba ahí, pero no. Pasaba inadvertida, formaba parte del paisaje. Esa invisibilidad también la llevaba a interesarse por otros mundos distintos a la belleza.


“Lo que quise mostrar en la novela es que en la vida hay muchos estratagemas para afirmarse. Ahí tendría que decir que hay otro elemento autobiográfico: yo me afirmé en la vida a través de la rebeldía y la literatura. He conocido muchos feos a los que el arte y la literatura les abren una puerta, un estratagema para afirmarse. Y con esta novela quería mostrar cómo se crea un YO en medio de incertidumbres, vicisitudes, miedos. La novela también es una forma de derrumbar el mito de que la infancia es una edad feliz. Yo me centré en la belleza porque es un hilo conductor interesante, pero lo que yo quería era dar una visión más amplia. Contar la infancia a través del miedo, del conocimiento de la enfermedad, la presencia de lo autoritario a través del padre y maestros, hablar de la relación con Dios que siempre es problemática”.


La novela es, a la larga, la historia fabulada de la vida infantil de la poeta. Es una combinación de memoria, que siempre es imprecisa, y fantasías que reflejan ese periodo tan duro de la vida como lo es la niñez. Y en ese camino la escritora le plantea un juego al lector, una especie de engaño: la protagonista de la novela es la misma autora.


Cuando se lanzó al mercado ‘El prestigio de la belleza’, sucedió un acontecimiento trágico, con conexión directa con la historia. Lina Marulanda, una de las mujeres más hermosas de Colombia, decidió suicidarse. Y eso a la poeta de Amalfi le impactó profundamente.


“Es que la belleza es un poder tremendo, avasallador. Y por eso les tengo cierta consideración a los muy bellos. Porque ellos viven al borde de un precipicio de incertidumbre. Yo creo que como la belleza física deslumbra, ellos nunca están muy seguros de otros asuntos poderosos que tienen dentro de sí. El impacto que causó la muerte de Lina en la gente se dio porque a nadie se le ocurre que un bello pueda tener penas, y que por esas penas pueda llegar a matarse”.


-Pero y a todas estas poeta, ¿qué es para usted la belleza?


“La belleza está llena de misterios y produce una sensación de deslumbramiento. Como el Taj Mahal, o el Monte Fuji. Pero la hermosura física es donde cuaja de manera más intensa la belleza, porque en esa belleza el misterio es más grande. Eso de que no sabemos por qué la gente es tan bella, cuando es bella. Cuando te digo eso, es porque también quiero desprenderme de esa belleza estandarizada que nos están vendiendo todos los días, que es una belleza manida, predecible, sin fuerza y sin misterio. Todos sabemos diferenciar entre un cuerpo perfecto de una modelo y una belleza que es infinitamente más honda. Hay ciertas bellezas imperfectas, pero extraordinarias”.


- ¿Y la fealdad?


“Lo que me gusta de ese juego es la belleza extrema y la fealdad extrema. La belleza extrema es angelical y como que nos aparta. Lo mismo la fealdad extrema, que nos espanta, nos repugna, nos asusta. La fealdad extrema quizá no me interese tanto. Es tan definitiva como todas las enfermedades mortales”.


‘El prestigio de la belleza’ apareció en la vida de la poeta sin pensarse, una historia que irrumpió sin permiso en su mente y no la dejó en paz hasta tenerla escrita. Inicialmente, Bonnett escribía una novela que comienza cuando a un muchacho que estaba desaparecido lo encuentran tirado en una calle. Pero cuando estaba con esas líneas, tal vez atorada, sin flecha en la historia, empezó a leer la autobiografía de la escritora británica ganadora del Nobel Doris Lessing y un libro de una escritora belga que se llama Amélie Nothomb.


“Y me empezaron a brincar recuerdos, imágenes de la infancia, que es un tema que siempre me ha seducido porque le concierne a todo el mundo, un periodo tan particular en donde se gestan las cosas más importantes de la vida. Mientras yo leía esas novelas se me impuso también el tono en el que yo podría narrar mi nueva historia, El Prestigio, que entró en mí como una pulsión tremenda, y un deseo tan apasionado de contarla desde un Yo infantil y juvenil, que no pude detener ese impulso”.


No pudo detenerlo porque la historia trata sobre los mundos que le interesan: los mundos íntimos, lo que se gesta en la conciencia. También los conflictos épicos.


“A mí me gusta vislumbrar lo histórico pasando por las vidas privadas. Me interesa el conflicto de los años 70, el hipismo, la militancia política de izquierda, por ejemplo. Todo eso me interesa en las historias, pero me gusta formularlo mirando a los protagonistas de esas épocas por dentro, las torturas que llevan por dentro”.


Bonnet quiso ser escritora desde niña. Su mamá le enseñó a leer a los tres años. Creció con una casa humilde, y una biblioteca igual, pero era un hogar en el que existía la conciencia de que la lectura era una cosa buena para la vida. La literatura se la encontró en ese hogar y en la casa de una anciana de su pueblo que alquilaba libros para niños.


Con el tiempo empezó a leer a Balzac, Dostoievski, Porfirio Barba Jacob. Y se enamoró de la música de las palabras.


“Tuve una pasión arrasadora por la literatura que me hizo pensar que era eso lo que yo quería hacer en la vida. Sin embargo, a la hora de entrar a la universidad, mi papá quería que estudiara derecho y mi mamá quería que fuera dentista. Sin embargo, eso jamás se pasó por mi cabeza. Yo estuve entre las bellas artes y la literatura, porque me gustaba mucho dibujar. Pero escogí bien, yo no tuve dudas, aunque me tuve que enfrentar a una gran oposición de mi padre”.


Esa niña que no se sentía bonita se convirtió en escritora contra viento y marea. Y aquella niña, como la de la novela, se miraba al espejo de soslayo para evitarse dolores de cabeza.


- Hoy, ¿cómo es su relación con el espejo?


“Yo me asenté en otros lugares y la belleza dejó de importarme. Un día, ya muy adulta, me miré al espejo y me reconocí sin desagrado. Aunque el espejo no me devuelve la imagen que yo soñaría, no me intranquiliza”.