El escritor William Ospina nació en Padua, Tolima, pero en Cali vivió años inolvidables de su infancia y de su vida como estudiante universitario. Gracias a sus amigos de esa época y al ambiente cultural que respiró, aquí descubrió que verdadera vocación eran las letras y no las leyes. Intimidades y recuerdos de un poeta que, curioso, no se ríe.
Por Santiago Cruz Hoyos
Fotos Oswaldo López
Revista Gaceta - El País / Cali
William Ospina es un poeta que no sonríe, por lo menos en público. Esa fue la sensación que dejó la semana anterior en el Encuentro de Confraternidad Médica, evento al que asistió para leer un ensayo titulado ‘Hambre y sed de justicia’. Habló de Kafka.
En el lobby del Hotel Intercontinental, lugar donde se desarrolló el Encuentro, Ospina apareció en la tarde lluviosa de ese sábado vestido de camisa blanca, pantalón beige, lentes, y la característica cola que amarra su cabello. Su expresión era seria, aunque no antipática o con aires de egolatría. No, de eso no se trata.
En el lobby lo rodearon conocidos, curiosos, lectores, periodistas. Estrechó manos, dio abrazos, escuchó con atención a los que lo abordaban mientras se registraba en la habitación 312. Pero jamás sonrío. Lo más parecido a una sonrisa suya es un movimiento rápido de aprobación que hace con su boca.
En su conferencia tampoco lanzó una sonrisa al público que llenó ‘El gran salón’ del Hotel Intercontinental y que lo escuchó en un silencio que evidenciaba sumo respeto. El poeta subió al escenario, se paró frente al micrófono, dijo “buenas tardes” y empezó a leer su ensayo. “En Praga, a comienzos del Siglo XX, Franz Kafka, un joven graduado en leyes, se empleó como apoderado de una compañía de seguros especializada en accidentes de trabajo”, arrancó sin preámbulos.
Sí, el poeta Ospina parece un hombre bravo como un revólver que mira de frente a un oponente imaginario. Curioso. Quizá la seriedad sea una forma de ocultar su posible timidez. Quizá. Pero esa seriedad extrema no le quita el hecho de ser un hombre amable.
William Ospina, descubriré después, es también un poeta de miedos infantiles y difícilmente definibles. “Durante mucho tiempo no podía apagar la luz al dormir, pero no sé por qué. No les temía ni a los ladrones, ni a los fantasmas, ni a la soledad, porque yo vivo solo y por el contrario disfruto la soledad. Pero de todos modos dormía con la luz encendida. A algo, no sé a qué, le tenía miedo y aún no lo he superado del todo”, me dirá más tarde.
Confesará que es un poeta que escribe sus libros a mano, porque así las ideas le salen más rápido. Y explicará que no podría vivir tranquilo si no tiene a su disposición libros de Borges, “al que ahora leo poco pero a quién he leído de una manera maniática”; García Márquez, “que para todos nosotros fue una revelación de nuestro propio mundo”; Hölderling “que ha orientado mis preocupaciones filosóficas, poéticas y sociales”; Walt Whitmann y sus discípulos, “porque siempre me dan felicidad”; y Homero”, “porque la Odisea es el primer libro que leí en mi vida y todavía me siento a punto de empezar a leerlo”.
Contará además que es un hombre que no sabe de música; que ama la cocina porque es el complemento perfecto entre la amistad y la conversación. También contará que es un hombre feliz caminando en ciudades que están hechas para disfrutar de este placer: París, Madrid, Barcelona, Sevilla, La Habana, Ciudad de México, Lima, Buenos Aires y hasta Río de Janeiro. Y revelará que más que la escritura, su forma más placentera de relajarse es con el dibujo, así no lo practique con ambición de pintor consagrado.
Me daré cuenta que es un poeta que llega tarde a todas las citas. Y él lo reconoce. Para esta entrevista, por ejemplo, se retrasó dos días. Y cuando por fin estaba todo listo para conversar, dijo: “Subo al cuarto y ya bajo”. Se demoró casi una hora y la noche en Cali ya empezaba a extinguirse.
“Lo que pasa es que se me va el tiempo leyendo”, explicaría. Y uno a la larga entiende. La lectura necesariamente debe ser tan vital como el almuerzo a mediodía para alguien que haya traducido al español todos los sonetos de Shakespeare o que confiese que en su cama dejó abiertos libros como ‘El Elegido’, de Thomas Mann, una antología de poesía mexicana, un libro de entrevistas a escritores contemporáneos, un diccionario enciclopédico de literatura, un libro de Tomás González, la biografía de Bolívar escrita por Gerhard Masur y que llegue a sentir una “necesidad urgente” de leer ‘Luz de agosto’ de William Faulkner.
“Yo creo que la realidad está diseñada para no dejarnos leer. Siempre hay una interrupción, un teléfono, una cita. Siempre pasa algo que nos quita ese tiempo precioso con los libros”, dira cuando logre entrevistarlo.
Pero él saca tiempo para leer, es una de sus luchas titánicas que libra a diario. Desde hace unos años, cuando le llegó esa fama que ahora disfruta y que hace que se la pase viajando por todo el mundo dictando conferencias y presentando sus libros, William Ospina lee y escribe irremediablemente en los hoteles.
“Usted me pregunta cómo es un día normal mío, pero yo no sé si responderle que los pocos que paso en mi casa en el barrio Santa Bárbara, en Bogotá, con mis libros, mis escritos y mi tiempo para holgazanear, o los muchos días que paso viajando. Por ejemplo, en abril del año pasado, estuve en ese mismo mes en Noruega, Suecia y Francia. En mayo en Brasil, en Curitiba, Manaus, Brazilia. En junio viajé a Europa, a España y Roma. Después me encerré a terminar mi novela, ‘El país de la canela’. Cuando terminé viajé por toda Latinoamérica, promocionándola. Entonces, le repito, yo ya no sé qué es un día normal en mi vida”.
Son los gajes del oficio, poeta. Después de 16 libros publicados, entre novelas, antologías poéticas y ensayos, después de dos premios de poesía y de ser considerado como uno de los ensayistas y novelistas más destacados de Colombia de los últimos años, llegó el reconocimiento, los autógrafos, las conferencias y los periodistas que lo persiguen y lo esperan para hacerle entrevistas
Por fin, después de una larga espera y sentados en el bar del Hotel, le propongo hablar de Cali. Son varias las razones. Aunque el poeta nació un 2 de marzo hace 55 años en Padua, Tolima, en Cali vivió dos etapas de su vida, la infancia y sus años de universitario. En Cali vive su hija Andrea y su nieto Nicolás. En Cali estudió derecho en la Universidad Santiago. En Cali se enamoró muchas veces, escuchó tangos en las cantinas del centro y sobre Cali ha escrito párrafos cargados de sentimientos profundos. Es que aquí, en esta ciudad, este poeta descubrió que sí, que verdaderamente era poeta.
La ciudad de los paseos al río
William Ospina acepta la propuesta. Sin asomo alguno de nostalgia sobre ese pasado, empieza a narrar. “La primera vez que llegué a Cali fue en 1962. Tenía 8 años y venía huyendo junto con mi familia de la violencia del norte del Tolima, donde nací. Llegamos a vivir a un barrio que se llama Saavedra Galindo, ése que queda allá por la 26 con 18. Después nos pasamos a vivir al barrio Guayaquil, cerca del colegio Fray Damián González, donde entré a estudiar con mi hermano. Hice tercero y cuarto elemental. Mi padre tenía una fábrica de muebles. Me acuerdo que con mi hermano éramos monaguillos en la iglesia de San Pascual Bailón, creo que ahora una estación del MIO en la zona se llama así. Viví en esa primera etapa 2 años en la ciudad”.
El poeta había descubierto otro mundo, el urbano, que le encantó. Venía de las montañas, del campo, del frío, de la neblina y en la Capital del Valle se encontró con una ciudad de sol, de mangos, de chontaduros, de paseos a los ríos. “Fue para mí una época muy liberadora, mental y físicamente”, dice. Pero fue una época que duró poco. Cuando sus padres le anunciaron que volverían a su tierra, pues la violencia ya había menguado y los cortes de franela eran historia, el poeta se sintió triste. “Es que en esta ciudad, donde puedo asegurar que he nacido varias veces, estaba muy contento”.
De esos años no olvida todavía las novelas de miedo que escuchaba por la radio como ‘El capitán misterio’, escrita en gran parte por Fulvio González Caicedo, una radionovela de espanto, historias que a larga también alimentaría su formación literaria y sus múltiples terrores internos. “A pesar de que nunca había sido víctima de ninguna atrocidad (la violencia de su tierra) en mi mente crecían como hongos malignos poderosos temores. Cali era una ciudad llena de alegría, de colorido, de espacios abiertos, pero también de terrores secretos”, escribió en un ensayo titulado Cali y que me obsequió después de la entrevista. Pensaba en el ‘Monstruo de los mangones’, “un ser tenebroso y difuso que mataba niños y les extraía la sangre y que alimentaba rumores sombríos, algunos de los cuales sirvieron después para que Luis Ospina y Alberto Quiroga concibieran el tema de su película ‘Pura Sangre”.
Orgía cultural
El niño poeta regresó al Tolima, en esta ocasión a Fresno, un municipio ubicado a 114 kilómetros de Ibagué. Allí hizo todo su bachillerato y allí terminó su niñez. Entonces, pensó en qué estudiar. Eran años en los que en Colombia escribir era más un pasatiempo que otra cosa, nadie vivía de la literatura. Había que instruirse en una profesión “seria”, ser médico, ingeniero, abogado. El poeta escogió el derecho. “Fíjese en una cosa. La gran literatura de Colombia se ha escrito en México. La ha escrito Fernando Vallejo, Germán Pardo García, Barba Jacob, Álvaro Mutis, Vargas Vila, Gabriel García Márquez. No se escribía aquí porque no se podía vivir de la literatura”.
William Ospina decidió entonces regresar a Cali para estudiar derecho en la Universidad Santiago. Era 1972 y fue un regreso afortunado. Vivió en medio de un cóctel de fiestas, de estudios literarios, de tertulias artísticas, de amigos que eran lectores voraces de literatura latinoamericana, pero también de Sartre, Marx, Engels. Una ciudad de poetas y hombres de la cultura amigos suyos como Mario Flores, José María Borrero, Adolfo Montaño, Umberto Marín, José Zuleta, Eduardo Aristizábal, Estanislao Zuleta, Charly Pineda, tantos. Descubrió además una ciudad de cine clubs, de círculos literarios como al que asistía sin falta, el grupo de lectura del Ulisses de Joyce, fundado por Adolfo Montaño.
“Esta ciudad había logrado, por una extraña conjunción de factores, que mucha gente se sintiera parte de su sueño, y aquella juventud se sentía autorizada a inventarlo todo”, retomó en su ensayo ‘Cali’.
Todavía sentado en el bar del hotel habló sobre esa idea, sobre su sueño: “Todo lo que yo pude haber leído de poesía, lo leí en Cali. Y gradualmente, en los 7 semestres que hice, me fui convenciendo de que no era el derecho mi verdadera vocación. Fue la universidad, los amigos que conseguí y el clima intelectual y social que respiré, lo que fue definiendo mejor que cualquier otra cosa mi vocación literaria y mi convicción de que me iba a dedicar a la literatura como destino, algo poco aconsejable en esos tiempos”.
Se acuerda enseguida que entre sus amigos tenía fama de poeta, pero era sólo un rumor. “Jamás le dejaba ver algún poema a alguien, tenía cierto pudor y estaba el riesgo también de que ese rumor de poeta se desintegrara. Todavía incluso existe ese riesgo”.
Pero fue la insistencia de Mario Flores para que le dejara ver esos escritos lo que salvó al poeta de no ser abogado por los días de los días. “Recuerdo que leyó esas líneas y se emocionó, tal vez sintió en esos poemas que no eran tan buenos que había algo en ese lenguaje. Él me convenció que mi destino era la literatura”.
Pero fue la insistencia de Mario Flores para que le dejara ver esos escritos lo que salvó al poeta de no ser abogado por los días de los días. “Recuerdo que leyó esas líneas y se emocionó, tal vez sintió en esos poemas que no eran tan buenos que había algo en ese lenguaje. Él me convenció que mi destino era la literatura”.
De esta ciudad se despidió entonces William Ospina en 1979 convencido de que era un escritor, un hombre casado con las letras hasta la muerte. Pero se fue sólo porque ante sus ojos apareció la oportunidad de estar con una ‘novia’ más bella quizá y más interesante culturalmente: París. “Yo creo que de no haber aparecido ese oportunidad de viajar a Francia y conocer París, todavía viviría aquí”.
Su amor por Cali es tal, que, citando a Borges cuando el escritor decía que nunca se había alejado por las calles de Buenos Aires sin sentir un alivio, sin sentir que la ciudad venía en su ayuda, aseguró: “Yo puedo decir que en mi infancia y en mi adolescencia Cali vino siempre en mi ayuda, en forma de museos de arte, de amistades, de libros, de enseñanza, de conversación, de amor, de canciones, de paseos, de fiestas, de dificultades, de asombros, de oportunidades”.
En total, en esa vida de estudiante, el poeta vivió como gitano de barrio en barrio. Fue residente del Calima, Belalcázar, Granada, La Campiña, San Antonio, Edificio El Castillo, Versalles, la Unidad Residencial Santiago de Cali y la Avenida de las Américas. Después trabajaría en publicidad, en periodismo, y con los años se convirtió en el escritor consagrado que dicta conferencias en todo el mundo, escribe novelas que son trilogías, ensayos sobre literatura y violencia y poemas de amor enfundado en una máscara porque le da pudor escribir como si fuera él poemas de amor. Pero esa es otra historia por contar.
El poeta se para de la mesa, estrecha mi mano y se aleja caminando para buscar una silla en el Gran Salón del hotel y escuchar las últimas conferencias del Encuentro de Confraternidad Médica que se realizó en Cali. Todavía no lo veo sonreír.
13 comentarios:
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